Después de sepultar a la abuela, volvimos a casa, con el dolor tan fresco como las brisas que deja la lluvia tras una tormenta. Aurora ayudó a mi madre a acostarse y me dejó solo en la sala de estar.
Fue entonces cuando entendí que existía algo más doloroso que ver cómo cubren con tierra el cuerpo de alguien a quien amas: volver al lugar donde vivieron tantos momentos hermosos. No comprendía cómo nadie me había advertido antes sobre ese vacío… ese silencio que siempre estuvo ahí, pero que las risas y la compañía habían sabido disfrazar.
Pasaron unos minutos y Aurora regresó a la sala con pasos suaves.
—Ya se quedó dormida —susurró.
—Eso es bueno… al menos así estará un poco más tranquila —respondí acercándome a ella con lentitud.
—¿Y tú? ¿Cómo te sientes? —preguntó, con la voz quebrada.
—Estoy bien… pero ya la extraño, y apenas se fue. —Crucé los brazos y solté un suspiro pesado—. Me siento culpable.
Las imágenes de aquella discusión de días atrás regresaron sin piedad.
—No logro sacar de mi cabeza esa maldita idea… la de que la abuela se decepcionó de mí por cómo las traté a las tres ese día —terminé de decir, y en ese instante sentí los brazos de Aurora rodeándome, su cabeza recostada en mi pecho. Aquello me estremeció el corazón.
—Créeme, ella te amaba muchísimo. Y no, no creo que algo así pudiera decepcionarla. Ella sabía que eres una buena persona —dijo con ternura, intentando consolarme.
Pero en mis oídos quedaron resonando esas dos palabras: "buena persona". Lo último que yo era.
—Aurora, yo… yo no soy una buena persona. He cometido errores irremediables en mi pasado.
Vi cómo su cuerpo se tensó por un momento, pero se armó de valor y contestó:
—¿Y qué más da? Todos los cometemos alguna vez. Lo importante es que ella te amó… y yo también.
Sus palabras me arrancaron una leve sonrisa que se borró casi al instante. Me separé de ella y me dejé caer en el sofá.
—Tengo que contarte algo… pero prométeme —tragué saliva, sintiendo un nudo en la garganta—, prométeme que, pase lo que pase, no dejarás de amarme.
Aurora se sentó a mi lado, notando mi seriedad. No preguntó nada, solo asintió en silencio.
Cuando entendí que ya no había marcha atrás, los nervios empezaron a recorrerme el cuerpo. No podía huir más, estaba decidido a contarle todo, antes de que alguien más lo hiciera.
—Quiero que prestes mucha atención, porque de verdad no quisiera repetirlo —le pedí con voz baja.
Ella volvió a asentir. La verdad era que no hacía falta pedírselo; ya la tenía completamente conmigo. Tomé una bocanada de aire, preparando mi pecho para soltar un peso que había cargado demasiado tiempo.
—Imagina lo siguiente —dije, y mi voz tembló apenas.
Hace unos años, en un pequeño pueblo apartado de los avances de la ciudad, vivía una familia de tres. Eran simples, pero felices. El padre, Daniel, un hombre de piel clara, ojos azules y cabello negro, resultaba atractivo para cualquiera que lo mirara. La madre, Casandra, era una joven hermosa, de piel morena y cabello castaño largo y sedoso. Y entre ellos, su hijo pequeño.
No eran ricos, pero tampoco les faltaba nada. Tenían comida, techo, risas… eran felices. O al menos lo fueron, hasta que el niño cumplió cinco años. Fue entonces cuando Daniel comenzó a cambiar. Al principio solo eran llegadas tarde a casa. Luego vino el alcohol. Y después de eso… vinieron las discusiones, los gritos. Y, finalmente, los golpes.
Una tarde, el pequeño entró a la cocina con las mejillas sucias de lágrimas y tierra.
—Madre, me caí de la bicicleta… —sollozaba, con la rodilla izquierda abierta en una herida sangrante.
Casandra se limpió las manos en el delantal y se giró enseguida hacia él. Se agachó para atenderlo, y entonces el niño notó algo que le heló el pecho: un moretón en el ojo derecho de su madre y una herida en su labio, como una cicatriz fresca que dolía solo de verla. De pronto, dejó de llorar; sintió que su dolor no era nada frente al de ella.
—Mi amor, mira tu rodillita… —dijo Casandra con dulzura, preocupada, sentándolo en una silla antes de buscar algo para curarlo.
—Perdón, madre… no me cuidé bien —susurró el niño con voz apagada.
—No tienes que disculparte, fue un accidente —contestó ella mientras limpiaba con cuidado la herida—. Además, yo siempre estaré aquí para curar tus heridas.
Le acarició la mejilla con ternura.
—¿Me lo prometes, madre? —preguntó él, con ojos brillosos.
—Te lo prometo, mi amor —respondió con una sonrisa leve, aunque el cansancio se le escapaba en el gesto.
—Sí, madre… —dijo el pequeño, devolviéndole una sonrisa llena de inocencia y amor—. Y cuando yo crezca, te voy a cuidar… te voy a cuidar mucho, como… como antes lo hacía mi padre.
Casandra bajó la mirada, con el rostro apagado por una tristeza que no podía ocultar. El niño, sin comprender del todo, se aferró a su delantal, abrazándola con todas sus fuerzas, como si así pudiera protegerla del mundo entero o quedarse con ella para toda la vida.