Bajo las estrellas

Pedazo de alma.

Esa misma tarde, aquel niño y su madre hablaron durante horas, hasta que el anochecer pintó la casa con el resplandor de las estrellas. Entre risas y cariño parecía que el tiempo se había detenido entre ellos dos, pero… lo bonito no siempre es duradero.

Casandra y su hijo estaban lavando los platos después de cenar. El aire entraba suavemente por la ventana, moviendo las cortinas como un susurro tranquilo de calma. Pero entonces, esa paz se quebró de golpe con un grito varonil, cargado de rabia y dureza. Un grito que sonó como una sentencia… dolorosa, muy dolorosa.

El cuerpo de Casandra se estremeció ante aquel sonido. Su instinto de madre, más fuerte que el miedo a recibir dolor, la impulsó a actuar. Tomó a su hijo de la mano y lo llevó rápidamente hasta un hueco vacío en uno de los muebles de la cocina, para que el pequeño pudiera esconderse dentro.

—Quédate aquí, cariño… —susurró con voz temblorosa, mientras gotas de sudor invadían su frente.

—Pero, madre, te va a lastimar otra vez… —balbuceó el niño, aferrándose a su mano con desesperación—. Tú puedes esconderte aquí, yo soy más pequeño, él no me encontrará fácilmente.

La inocencia en su voz apenas comenzaba a escucharse cuando otro grito estalló, seguido por el estruendo de algo rompiéndose.

—¡Casandra! ¿Dónde mierda estás? —Retumbó por la casa.

Casandra escuchó, apretó los labios y volvió a mirar a su hijo.

—Escúchame, cariño… yo estaré bien, pero pase lo que pase, no salgas de aquí. Por favor, no hagas ruido… —Cerró despacio las puertas del mueble, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, y caminó con prisa hacia la estufa, intentando fingir normalidad.

—Así que aquí estás… —La voz de Daniel se escuchó al entrar en la cocina. Traía una botella medio vacía colgando de la mano derecha como si esta fuera su trofeo—. ¿No me escuchaste llegar?

Bebió un trago largo, y al no obtener respuesta, su voz se endureció.

—¡¡¡Contesta, carajo!!! ¿O acaso estás sorda?

La botella voló contra el piso y se hizo añicos de inmediato. Cumpliendo la función de asustar, Casandra dio un salto atemorizado, con el corazón golpeándole el pecho.

—Es… estaba preparando la cena y me distraje… —Tartamudeó.

—Bueno, por lo menos hoy la cena está lista —dijo Daniel mientras caminaba hacia ella, encendiendo un cigarrillo—. ¿Y el mocoso? —preguntó antes de darle una calada, soltando el humo en dirección al rostro de su esposa.

—No está en casa, fue a jugar con los hijos de los vecinos —respondió ella, apartándose para colocar dos platos sobre el comedor. Luego volvió a la estufa para apagar el fuego.

—Sabes… creo que estás subiendo de peso. Uno pensaría que comes de más… lo que es raro, porque siempre me esperas para comer y cenar —murmuró con sorna, acorralándola contra el lavabo. Levantó el cigarrillo frente a sus ojos, jugando con él entre sus dedos—. Y por supuesto… tú no sales de casa, ¿verdad? —interrogo amenazante.

Antes de que ella pudiera siquiera intentar responder, lo apagó contra la piel maltratada de una de sus manos, quemándola. Ella apenas cerró los ojos aguantando el daño causado, pero no se quejó porque sabía que sería un grave error.

—No… yo no salgo de casa —susurró, tragándose las lágrimas con falsa tranquilidad.
—¿Sabes qué? Ya no tengo hambre. —Dijo él con una sonrisa torcida, inclinándose para rozar su cuello con la punta de la nariz.

—Daniel, basta… estás borracho —murmuró Casandra, pero él ignoró sus palabras mientras ella comenzaba a temblar.

—¡Detente! Ya dije que no quiero… —dijo con voz quebrada, girando el rostro hacia otro lado para evitar su aliento alcohólico. Notando la mirada de su hijo, aún escondido dentro del mueble. Casandra, desesperada, se cubrió la boca para que no escuchara sus sollozos. Alzó una mano, rogándole en silencio que no observara cómo permitía una vez más el abuso.
Pero Daniel lo notó. Deteniéndose en seco y girando la cabeza hacia el pequeño.

—¿No habías dicho que el mocoso no estaba en casa? ¿Eh? —rugió— ¡¡¿No lo habías dicho, maldita mentirosa?!!

La tomó del cabello con violencia, sacudiéndola como si fuese una muñeca de trapo.

—¡Así que la zorra ya aprendió a decir mentiras! —vociferó, golpeándola una y otra vez con una brutalidad salvaje, mientras ella se derrumbaba sin poder detener ninguno de sus golpes.

—Después de esto… no volverás a mentirme jamás —escupió Daniel, levantando el puño una vez más.

Pero entonces, algo lo paralizó: un calor tibio que le recorrió la espalda.

Su hijo, del que se había olvidado por un instante, lo había apuñalado con uno de los cuchillos que siempre estaban sobre la barra de la cocina y ahora estaba frente a él viéndolo con odio.

—¿Qué… qué hiciste? —balbuceó Daniel, soltando a Casandra, que cayó al suelo al no tener fortaleza para seguir de pie. El niño retiró el cuchillo del cuerpo de Daniel, retrocediendo unos cuantos pasos para llevar la mirada al piso un instante.

—Lo siento, padre —dijo con la voz temblorosa, los ojos llenos de lágrimas y desprecio—. Madre, no merece esto… pero tú sí.

Sin dudar, caminó hacia él nuevamente, lo abrazó y volvió a clavarle el frío metal una vez más. Daniel lo miró a los ojos, incrédulo, antes de retroceder tambaleante y desplomarse en el suelo, empapado en un charco de sangre.

Cuando el niño vio a su padre ya sin vida, dejó resbalar el cuchillo de sus manos. El estruendo metálico resonó en la habitación, pero él no fue capaz de escucharlo a fondo. Tomó acción con rapidez corriendo hacia su madre, que yacía desplomada en el suelo, con la espalda recargada en la pared. Su cuerpo estaba cubierto con muchas heridas… demasiadas heridas, y de sus labios apenas escapaba un suspiro tan frágil como esos últimos rayos de sol que se despiden antes del anochecer.

—¡Madre! ¡Madre, estoy aquí! —balbuceó, arrodillándose a su lado con desesperación—. Padre, ya no te lastimará… ya… ya puedes levantarte.



#3167 en Novela romántica

En el texto hay: boxeo, medicina, sentimental

Editado: 13.09.2025

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