Bajo las estrellas

Hermanos

La piel me picaba por los nervios cuando Aurora me pidió reunirme, una vez más, con ese tonto de Sarain. Dudé. Dudé demasiado. Cada vez que lo recordaba, la mayoría de las veces era con rencor… pero, en el fondo, muy dentro de mí, yo… yo lo extrañaba. Por eso acepté verlo. Deseaba arreglar las cosas con aquel que alguna vez fue mi mayor apoyo, mi cómplice en travesuras, con quien reí y también lloré.

Me senté en una banca, observando a mi alrededor. El murmullo de unas pequeñas voces llegó hasta mis oídos y, entonces, los vi. Un grupo de niños jugaba entre sí, pero dos de ellos llamaron especialmente mi atención. ¿Por qué? Porque eran hermanos. Lo supe por la forma en que se cuidaban. Me recordaron tanto a Sarain y a mí cuando éramos pequeños… Y así, sin querer, mi mente comenzó a disociarse, hundiéndose en las lagunas del pasado, en el día en que nos conocimos.

Después de la muerte de mi madre, me quedé a su lado dos días seguidos. No quería dejarla sola… o tal vez era yo quien no quería quedarse solo. Mi plan era quedarme dormido junto a ella para alcanzarla, para ir a ese lugar donde, según sus palabras, no existía el dolor. Sabía que podía hacerlo. A mi corta edad comprendía que si no comía ni bebía agua, tarde o temprano, en alguno de esos intentos en que cerraba los ojos vencido por el sueño, ya no los abriría. Y entonces… la vería de nuevo.

Para mi sorpresa, alguien tocó la puerta. Ya lo habían hecho antes, pero esta vez algo me decía que eran varias personas. Mi madre siempre me había advertido que no abriera la puerta a extraños, así que no contesté. De repente, ¡¡pum!! La puerta fue derribada. Delgados rayos de luz blanca atravesaron mi hogar mientras un grupo de hombres uniformados ingresaba a la cocina. Uno de ellos tropezó con el cuerpo de mi padre, que seguía tendido en el suelo. Pude ver su rostro: asqueado, aterrado… tal vez ambas cosas. Se apresuró hacia mí, cubriéndose la nariz y la boca con una mano.

—Hey, pequeño… ven aquí, te prometo que no te lastimaré —dijo con suavidad, dejando su arma en el piso y agachándose hasta ponerse a mi altura.

—No… no quiero. No voy a dejar a mi madre sola. A ella no le gusta… le tiene miedo —solloce aferrándome a la ropa de mi madre.

—No llores, no llores. Todo estará bien, te lo prometo. Ven conmigo —repitió mientras me ofrecía su mano.

Yo la tomé. Me jaló hacia él y me abrazó con fuerza. Quise voltear para ver el rostro de mi madre, pero él no me dejó. Se levantó rápidamente, caminando hacia la salida.

—¿Qué hace? ¡Bájeme! Yo no puedo dejarla aquí… ¿y si él despierta? Por favor, por favor… ella tiene que venir conmigo —le supliqué hasta donde la voz me lo permitió.

Minutos después, estaba sentado afuera de mi casa, sobre la camilla de una ambulancia. Escuché cómo Adrián, el oficial que me había sacado, hablaba con una mujer que, quizás, era enfermera.

—Está deshidratado, muy débil y creo que en shock. Parece que por momentos cree que su madre y su padre volverán, pero en otros es muy consciente de que ambos están muertos —susurraba ella, como queriendo que yo no la escuchara.
Horas después estaba sentado en la comisaría, en la sección de servicios infantiles —o eso creo—. Me habían dado un jugo y un sándwich que apenas mastiqué. Todos los adultos hablaban entre sí; me preguntaban por mis familiares, pero yo no los tenía… no tenía a dónde ir. El lugar olía a limpiador y a café rancio; las voces eran un murmullo seco detrás del cristal.

Una mujer de cabello rubio y ojos verdes entró entonces a la habitación junto a dos oficiales. Sus pasos eran firmes, pero su sonrisa tenía algo suave, maternal.

—Hola, pequeño —dijo sentándose frente a mí.
—¿Dónde está Adrián? —pregunté.
—Él está afuera, querido —se acercó un poco hacia mí—. ¿Cómo te llamas? —su voz tenía un tono cálido, como una manta en invierno.

Por un segundo confié en esa bondad.
—Me llamo Magnus… Magnus —tragué saliva; ya no quería decir mis apellidos.

—No te preocupes, no tienes que decir nada más. Yo soy Amanda, ¿de acuerdo? —su dulzura era refrescante—. Necesitamos que nos digas qué pasó, quién se atrevió a hacerle eso a tus… —uno de los oficiales comenzó a interrogarme de inmediato, pero la mujer lo interrumpió—. Es un niño, tienen que tener más cuidado. ¿Qué mierda les pasa?

Antes de que pudieran empezar una discusión, interrumpí. La garganta me ardía y las palabras salieron atropelladas, como si hubieran estado esperando ser libres:

—Fui yo… yo lo asesiné. Yo maté a mi padre. Le clavé un cuchillo en el estómago hasta que dejo de moverse…

Bajé la vista; veía mis zapatos, el suelo de mosaico, pero sentía las miradas clavadas sobre mi. Al alzar la cabeza, como suponía, sus rostros estaban horrorizados.

—Yo soy culpable de ambas muertes —dije, con la voz pequeña—. Solo apuñalé a mi padre… pero fui muy lento para poder salvar a mi madre.

Los días que siguieron fueron una niebla. Sin saberlo, terminé en una casa enorme, muy diferente a mi antigua vivienda. No sabía cómo funcionaba el mundo de los adultos, pero al parecer Amanda me había tomado como su hijo junto a su esposo, Marcos. Él, sin embargo, no parecía muy contento conmigo.

Estaba dibujando en la tierra del jardín de aquel lugar, con las yemas de los dedos marcando figuras torpes, cuando alguien me tocó el hombro.

—¿Tú eres Magnus? —preguntó un niño, aparentemente de mi misma edad. —¿Tú eres mi nuevo hermano, cierto?

Su sonrisa era tan sincera que me pareció casi milagrosa; no había en ella ni un rastro de lástima. Hacía tiempo que no veía una sonrisa así. Las palabras no querían salir de mi boca, pero eso no importó: para él, mi silencio no tenía peso, porque habló sin detenerse.

—Amanda dice que tú eres su hijo. Eso te hace mi hermano. ¡Somos hermanos! —afirmó el niño emocionado mientras me llevaba por la casa, mostrándome pasillos, una cocina amplia y el cuarto que compartiríamos.



#2693 en Novela romántica

En el texto hay: boxeo, medicina, sentimental

Editado: 05.10.2025

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