Bajo las estrellas

Aurora: Las estrellas no brillan para nosotros hoy

La pelea de Magnus me dejó tan sensible que incluso el aire —tan fino, tan ligero— parecía rozarme la piel con cada respiro. Podía sentirlo, casi palparlo, mientras lo observaba moverse con esa agilidad felina que lo hacía tan admirable. Cada golpe que lanzaba mostraba su fuerza, su entrega… y, aun así, cada impacto que él recibía lo sentía como propio. No en mi piel, sino en lo más profundo del pecho, en ese rincón de mi corazón en el que habitaba mi amor por él, que se encogía y daba un vuelco con cada colisión. Era una sensación extraña, pero también hermosa, porque lo estaba viendo hacer lo que amaba. Y, entre el ruido y las luces del lugar, él encontraba momentos para dedicarme breves miradas, pequeñas sonrisas que me desarmaban por completo.
Sarain y yo gritábamos como locos, envueltos en la emoción del momento. El bullicio del público, los flashes y el eco de la voz del comentarista llenaban el aire, y cuando finalmente declararon a Magnus como el vencedor, nuestros gritos se unieron a la euforia general.
Apenas pudimos, nos escabullimos entre la multitud, esquivando cuerpos y luces parpadeantes que nublaban nuestra vista, solo para llegar hasta él y compartir esa alegría juntos, los tres.
Cuando por fin lo vi, con su sonrisa habitual —esa mezcla de orgullo y alivio—, el cabello despeinado y el sudor marcando su esfuerzo, supe que cada segundo dedicado había valido la pena por ver su alegría. Sin pensarlo, me lancé a sus brazos, lo abracé con fuerza y cubrí su rostro de besos entusiasmados.
—¡Lo lograste, cielo! Lo hiciste genial —dije entre risas y respiraciones entrecortadas. No podía evitar actuar así; me hacía tan feliz verlo feliz que no sabía cómo contenerlo.
—¿Les gustó? —preguntó él, como si mi rostro sonriente no fuera ya suficiente evidencia.
—¿Qué sucede? —cuestionó después, mientras dirigía su atención a Sarain, quien, sin perder tiempo, respondió:
—No es nada, solo que verte allí, sobre el ring, me… me hizo preguntarme si yo podría haber sido tan bueno como tú.
Ese comentario podría haber sido un halago, pero no lo fue. Conociendo el pasado que arrastraban como cadenas, aquellas palabras tiñeron el ambiente de una incomodidad sutil, haciendo que la situación perdiera su brillo. Tal vez estuvo fuera de lugar… o tal vez no. No lo sabía, y tampoco quería intervenir; esta vez preferí mantenerme al margen, sin parecer invasiva con los sentimientos de ambos.
—Yo… yo voy por agua, ¿tú quieres algo? —pregunté a Magnus.
—No, nada. Solo ve —dijo él.
—¿Y tú? —pregunté a Sarain, a lo que él negó con la cabeza antes de darme un beso en la frente. Los miré unos segundos y luego me alejé, dejándolos a solas.
Mientras compraba una botella de agua en una pequeña cafetería, el aroma del café recién hecho se mezclaba con el sonido de las tazas y el murmullo de las conversaciones. Justo cuando abría la botella, una voz familiar me llamó la atención desde detrás. Reconocí el tono al instante y, al girarme, vi a Mauricio sonriendo.
—¡Hola, Aurora! ¿Cómo estás? —saludó con esa calidez que siempre lo acompañaba mientras se acercaba a mí.
—Bien, estoy bien… ¿y tú? —respondí, jugando con la tapa de la botella, más para distraerme que por necesidad.
—Me alegro. Oye, ¿y dónde está Magnus? Escuché que Sarain anda por aquí, y sinceramente no me gustaría que esos dos se encontraran. La última vez… no terminó bien —dijo, sacando su teléfono del bolsillo con aire inquieto.
Por su tono, entendí que no tenía idea de lo que estaba ocurriendo entre Magnus y Sarain durante los últimos días. Dudé un momento antes de decidir contarle.
—En realidad… ellos han estado arreglando las cosas desde hace unas semanas —expliqué con cautela—. Y ahora están juntos, celebrando el triunfo de Magnus.
Mauricio me miró con los ojos muy abiertos, incrédulo.
—¿¡Qué!? —soltó casi en un grito.
—Si quieres, puedo llevarte con ellos —dije, intentando sonar tranquila—. Están en el vestidor de Magnus.
Él pareció debatirse entre la sorpresa y la duda, hasta que finalmente asintió.
—Está bien, iré en un segundo, ¿vale? —respondió antes de darse media vuelta y alejarse hacia una esquina de la cafetería, hablando ya por teléfono.
Yo me quedé un momento observando el vaivén de la gente. El vapor del café en el vidrio de las tazas y, afuera, el cielo gris anunciaba la futura lluvia. Respiré hondo y salí rumbo al vestidor. Cada paso se sentía más pesado que el anterior; una parte de mí quería retrasar mi llegada.
Cuando estaba a pocos metros de la puerta, escuché gritos. Mi pecho se tensó, el aire me ardió en los pulmones. Sin pensar, impulsada por una mezcla de miedo y urgencia, corrí hacia el interior.
Cuando entré al vestidor, las luces fluorescentes parpadeaban, reflejándose en los espejos. Allí, en medio del frío aire y la humedad, Sarain yacía tirado, sangrando, con golpes en el rostro y el labio partido. Su respiración era irregular y temblorosa.
Sin pensarlo, me dejé caer a su lado, sintiendo lo duro del piso bajo mis rodillas. Tomé su rostro entre mis manos con delicadeza, tratando de no empeorar sus heridas. Mi voz salió débil, quebrada por la angustia:
—¿Qué pasó aquí? ¿Sarain, estás bien?
Antes de que pudiera decir nada más, un grito furioso resonó entre las paredes del vestidor:
—¡Este idiota se está tomando libertades que no le corresponden!
La voz de Magnus rebotó contra los casilleros, haciendo que los espejos temblasen ligeramente. Avancé con cuidado mientras ayudaba a Sarain a incorporarse; su cuerpo no podía sostenerse por sí solo.
—¿Ves? Te lo dije, Aurora. Él es peligroso; así lo intentes, nunca puedes hacer las cosas bien con él —gritó Sarain, con tanta fuerza que por un instante me pareció que sus heridas no le dolían en absoluto.
Los pasos de Magnus golpeaban con fuerza el suelo, resonando en el vestidor cerrado. Su mirada estaba fija en nosotros, decidido a continuar la pelea. La tensión llenaba el aire, mezclándose con el olor a sudor y sangre.
No podía permitir que esto siguiera. Mirándolo directamente a los ojos, alcé la voz con todas mis fuerzas:
—¡Basta! ¡Ya fue suficiente!
El silencio posterior fue pesado, casi insoportable. Ambos estaban heridos, y, aunque no comprendía la causa de la pelea, en ese momento solo pensaba en cómo continuar podría destruirlos a ambos, física y emocionalmente.
Como salvador o respiro, Mauricio entró a la habitación con una ligera agitación; al parecer, había corrido hasta acá.
—Magnus, ¿qué ocurre? ¿Están bien los dos? —cuestionó con preocupación, pero Magnus no volteó ni a verlo; actuó como si no existiera. —¿A dónde vas? —volvió a hablar, pero igual que la vez anterior, no hubo respuesta.
—Magnus… —susurré con cautela mientras daba un paso hacia él. El aire entre nosotros se sentía espeso, como si estuviera cargado de algo que no entendía del todo. Mi mano tembló al estirarla hacia él, rogando por ese calor que siempre me daba… pero no pude lograrlo. Él se apartó apenas, y ese pequeño movimiento me supo a un abismo entero.
—No, no digas nada. Ya está claro a quién prefieres realmente —dijo él.
La frase me atravesó como una corriente helada; por un instante, incluso el sonido a mi alrededor pareció apagarse.
¿De qué hablaba? Yo no tenía preferencia por nadie. Yo solo quería ayudar, nada más. Pero su voz sonó dolida, como si sus palabras vinieran desde un lugar que llevaba tiempo hiriéndose solo.
—Yo no dije eso, por favor… espera —murmuré, casi en un hilo de voz, como si temiera que cualquier tono más alto lo rompiera por completo. Di un paso más y extendí mi mano para entrelazarla con la suya. Sentía mis dedos ardiendo de necesidad por tocarlo, por detenerlo, por hacer que volviera a verme.
—No me toques —fue lo que escuché.
Ese sonido… ese tono… se sintió como si me arrancaran el aire del pecho. Deseé que fuera mentira, deseé que solo estuviera molesto, pero las lágrimas comenzaron a picarme los ojos, calientes y pesadas. Me negué a dejarlas caer. Me negué a desmoronarme allí. Pero él sí lo hizo. Y antes de que pudiera pedirle un minuto, una sola oportunidad para explicarle, ya se había marchado.
Sus pasos se alejaron con una determinación que dolía, dejándome allí plantada, rodeada del silencio y de todas mis palabras atoradas como piedras en la lengua.
—¡Ah, no! ¿Qué se cree para simplemente hacer un berrinche y largarse así!? —solté, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con el dolor, agitándose en mi pecho como un tambor que no quería callar.
—No, tú te quedas aquí. Ambos necesitan calmarse —reprendió Mauricio, con ese tono que no dejaba espacio para discusión.
—Pero yo… —intenté hablar, pero él volvió a callarme de inmediato, tajante.
—Que voy yo, ya dije. Así que dame las llaves de la casa —ordenó. Y, aunque quería discutir, en el fondo sabía que tenía razón. Mis manos, aún temblorosas, buscaron las llaves. La piel me ardía, como si mis emociones no cupieran dentro de mí.
Le entregué las llaves.
—Toma, pero ya no me grites. Yo no le grito a nadie y parece que todo el mundo me grita a mí! —alcé la voz, incapaz de contener la presión en mi pecho.
—¡Nadie te gritó, dramática! —contestó él.
—¿Vas a ir o no?! —inquirí mientras él giraba los ojos y se dirigía a la salida.
—¡Cura las heridas de Sarain! Te llamaré cuando Magnus esté mejor!! —añadió Mauricio antes de perderse por la puerta.
Me quedé junto a Sarain, limpiando sus heridas con cuidado. El algodón con alcohol goteaba entre mis dedos, así que lo acerqué a su mejilla para desinfectar un rasguño. Él respiró hondo, como si el simple contacto removiera algo más profundo que el dolor físico.
—Estás temblando… —dijo Sarain, con un toque de suaves pinceladas de melancolía en su hablar. Su voz me llegó baja, como si temiera dañarme.
—Lo siento, solo estoy algo preocupada —pronuncié mientras daba suaves toquecitos sobre su piel. Cada vez que el algodón rozaba el rasguño sentía cómo él contenía un gesto de dolor; esa tensión mínima en su mandíbula me revolvía el estómago.
—¿Qué… qué pasó? ¿Por qué empezaron a pelear? —lo miré directamente a los ojos, buscando respuestas. Pero él no habló. Sus pupilas parecían hundirse en un lugar al que yo no podía seguirlo.
No quería presionarlo, pero necesitaba comprender.
—Ya sabes cómo somos… nuestro orgullo… nuestro orgullo es nuestra batalla constante desde hace mucho. Quise… quise creer que podríamos tener una segunda oportunidad, pero supongo que no es así —agachó la cabeza. Tan abajo que su frente casi tocaba sus piernas.
Ese gesto… Dios. Sentí un impulso visceral de abrazarlo, de envolverlo, de sostenerle el alma por un momento para devolverle su paz. Pero algo, un miedo desconocido, me detuvo.
Entonces mi celular sonó con una notificación. La vibración fue como un tirón que me arrancó de mis pensamientos.
Un mensaje de Mauricio:
“Ya está un poco más calmado, pero quiere ir a beber. Iremos a un bar japonés en el centro de la ciudad. En cuanto puedan, alcáncennos allá. Te voy a mandar la ubicación.”
—Sarain… tengo que irme. Mauricio quiere que lo alcance en un bar porque Magnus ya está más calmado. Tal vez podré hablar con él —tomé mi bolso sin pensarlo.
—¿Irás tras él? —farfulló Sarain sin levantar la cabeza. Su voz salió frágil, casi rota.
—Tengo que hacerlo —contesté dándome vuelta.
—No tienes que… quieres hacerlo. Y eso es diferente —escuché su voz detrás de mí, justo antes de sentir su mano rodeando mi muñeca. Su piel estaba tibia, temblorosa.
—Y si eso es lo que quieres, yo… yo te acompañaré. No… no puedo dejar que vayas sola y corras peligro —murmuró antes de levantar el rostro.
Tenía una sonrisa pequeña y cansada.
—Solo dame un minuto, tengo que hacer una llamada —afirmé con un movimiento de cabeza, mientras él salía de la habitación con su teléfono.
Tardó un par de minutos antes de volver por mí. En ese breve tiempo, la habitación entera parecía haberse quedado con su silencio y mi ansiedad.
Salimos hacia la puerta y, después, a su coche.
—Aurora, tengo que pasar a la universidad a hacer algo rápido. Solo me tomará 20 minutos. ¿No te molesta, verdad? Entre más tiempo tardemos, Magnus estará más relajado.
—Supongo que tienes razón —contesté.
Justo como dijo, fuimos a la universidad. Lo esperé en el auto, mirando mi teléfono, como si, de pronto, pudiera cambiar todo lo que había pasado. Cada segundo se sentía como un hilo tensándose dentro de mi pecho. Cuando por fin volvió, subió al auto sin decir una palabra, con el ceño fruncido, como si algo se le atorara en el pensamiento.
Condujo así todo el camino, con esa tensión que casi podía hacer más ruido que el motor.
Cuando llegamos al lugar, volví a llamar a Mauricio.
Él confirmó que estaban allí y que vendría por nosotros a la entrada.
Aquí tienes una versión corregida, pulida y cargada de más ambiente, emoción y un cierre que subraya profundamente su dolor:
Sarain y yo estábamos parados en la entrada cuando Mauricio por fin llegó por nosotros.
—Él está adentro… sé que no me haría caso si yo le pido que salga —afirmó Mauricio.
—Está bien. Sarain, tú quédate aquí… no quiero que esto se salga de control —exclamé, sintiendo mi propio nerviosismo crecer.
—¿Hay mucha gente? —pregunté.
Él negó lentamente con uno de sus dedos.
—Bien… entonces entraré sola.
Respiré hondo y crucé la puerta. El bar estaba semivacío, tal como Mauricio había dicho. El aire olía a alcohol viejo y a madera húmeda; una música suave, casi indiferente, vibraba en el fondo. Cada paso que daba resonaba más fuerte que mi propio corazón.
En la barra estaba Magnus.
Di pasos rápidos hacia él, impulsada por una mezcla de esperanza y miedo, hasta que distinguí la silueta de una mujer sentada a su lado. Era muy hermosa. Ambos estaban peligrosamente cerca, compartiendo un espacio que alguna vez pensé que me pertenecía solo a mí.
Seguí avanzando… o al menos eso intenté. Pero me detuve en seco al ver cómo ella se inclinaba hacia él. Su rostro rozó el de Magnus con una familiaridad que me desgarró. Y entonces, ella lo besó.
Sentí que las piernas me temblaban, que el suelo se inclinaba bajo mis pies. Estuve a punto de perder el equilibrio. Abrí la boca para decir su nombre, pero no salió ningún sonido. Un dolor punzante nació en mi pecho, desgarrando cada latido como si mi propio corazón gritara que estaba muriendo. Rogué —suplicando desde lo más hondo de mí— que aquello fuera una alucinación, un mal sueño, un engaño de la luz…
Pero no lo era.
Ella seguía besándolo.
Y lo peor de todo…
es que él no hacía nada para evitarlo.
—Magnus… —hablé casi en un sollozo, un sonido roto que arrancó su atención de inmediato. Vi cómo la sorpresa se dibujaba en su rostro antes de que se levantara de golpe y diera un par de pasos hacia mí.
—¿No dirás nada? —pregunté, apretando con fuerza mis lágrimas para que no cayeran. Pero él… él solo me miró. En silencio. Como si ese silencio fuera la respuesta.
—Bien… es mejor así. —Me di la vuelta, casi corriendo hacia la salida. Sentía cómo el aire se me desgarraba en los pulmones mientras escuchaba sus pasos apresurarse detrás de mí.
—Espera, Aurora… —su voz me alcanzó, temblorosa, pero yo no me detuve.
Cuando por fin crucé la puerta, sus brazos me rodearon por la espalda. Pero ya no eran el refugio cálido que alguna vez me brindó; ahora se sentían fríos, frágiles… casi ajenos.
—Por favor, no es lo… —intentó decir, pero le tapé la boca con una mano que me tiritaba.
—Cállate… no. No me mientas… no lo hagas. —Pedí casi implorando, como si una parte de mí aún se negara a dejarlo caer del pedestal en el que lo había puesto.
Mi voz se quebró cuando añadí:
—Suéltame… —susurré, con los ojos clavados en el suelo. Porque sabía, con un dolor miserable, que si levantaba la mirada… si nuestros ojos se encontraban, lo perdonaría sin que hiciera nada.
Porque en esos ojos siempre veía todo lo maravilloso que me hizo amarlo. Y justo por eso… dolía tanto perderlo.



#6453 en Novela romántica

En el texto hay: boxeo, medicina, sentimental

Editado: 16.11.2025

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