Los días en el pequeño pueblo transcurrían con la calma de siempre. El sol iluminaba los campos, y la vida seguía su curso, aparentemente tranquila. Sin embargo, en la pequeña casa donde Arletth crecía, había un silencio distinto. A simple vista, su infancia parecía como la de cualquier otro niño: correteaba entre los árboles, jugaba con los vecinos y reía mientras las mariposas revoloteaban a su alrededor. Pero detrás de esa risa, había un vacío que solo ella podía sentir.
Desde muy joven, Arletth se dio cuenta de que su hogar no era como el de los demás. Al visitar a sus amigos, observaba cómo sus madres los abrazaban, cómo sus padres los levantaban en brazos y los llenaban de palabras de afecto. En cambio, en su propia casa, el cariño se mostraba de manera distante. Su madre siempre estaba ocupada, moviéndose entre las tareas del hogar con un rostro inexpresivo, mientras su padre pasaba largas horas fuera trabajando. Cuando regresaba, se limitaba a asentir ante las palabras de Arletth, pero rara vez le dedicaba más de unas cuantas frases.
Las noches eran las peores. Mientras sus amigos hablaban emocionados de los cuentos que sus padres les leían antes de dormir, Arletth se quedaba en silencio. No recordaba la última vez que alguien la había arropado o contado una historia para que sus sueños fueran más dulces. En lugar de eso, se refugiaba en los libros que leía bajo la luz de una pequeña lámpara, perdiéndose en mundos lejanos, imaginando que ella era una heroína que algún día sería capaz de encontrar su propio lugar en el mundo.
A pesar de esa ausencia de afecto, la naturaleza seguía siendo su consuelo. Cada tarde, cuando terminaba sus tareas escolares, corría hacia los campos. Allí, sentada bajo un árbol frondoso, observaba cómo las nubes cambiaban de forma y se dejaba llevar por el susurro del viento. Pero, por encima de todo, amaba mirar el cielo. Cada noche despejada se acostaba en el suelo, sintiendo el frío de la tierra bajo su espalda, y observaba cómo las estrellas titilaban en el vasto cielo oscuro.
Era en esos momentos cuando Arletth se sentía más conectada consigo misma. Las estrellas, siempre distantes pero presentes, le recordaban que el mundo era mucho más grande de lo que podía ver desde su pequeña casa. A menudo se preguntaba si allá arriba, en el vasto universo, había alguien como ella, alguien que también sintiera ese vacío pero que, al mismo tiempo, tuviera dentro de sí una luz que nadie más veía.
En la escuela, Arletth destacó rápidamente. Su mente era curiosa y ávida de conocimiento, lo que no pasó desapercibido para sus maestros. Sabían que en ella había algo especial, una inteligencia que iba más allá de lo académico. Sin embargo, aunque le iba bien en sus estudios, había una tristeza en sus ojos que nadie lograba comprender del todo. Los demás niños la admiraban, pero pocos se acercaban realmente a conocerla. Arletth mantenía cierta distancia, no por arrogancia, sino por costumbre. El cariño y el afecto eran territorios desconocidos para ella, y no sabía cómo abrirse a los demás.
Con el tiempo, su aislamiento emocional se volvió una barrera, un muro invisible que separaba a Arletth de sus compañeros. Aunque tenía amigos con quienes compartía juegos y risas, había algo en su interior que la mantenía apartada, un sentimiento de que nunca llegaría a encajar del todo. Ese vacío se acentuaba más en los días de celebraciones familiares, cuando veía cómo otros niños eran envueltos en abrazos y felicitaciones. En su casa, esas celebraciones eran protocolares, formales, sin las emociones cálidas que Arletth anhelaba en secreto.
Fue durante esos años de infancia, al observar su entorno y las dinámicas de otras familias, que surgió en Arletth el deseo de ser maestra. En su mente, ser maestra no solo era una profesión; era la oportunidad de ofrecer a otros niños lo que ella nunca había recibido. Imaginaba un aula llena de pequeños ojos expectantes, niños que la mirarían con confianza, sabiendo que ella estaría allí para cuidarlos, para guiarlos, para darles el cariño que ella misma siempre había necesitado.
A medida que este sueño crecía en su corazón, Arletth empezó a dedicar más tiempo a sus estudios. Le fascinaba aprender sobre todo lo relacionado con la enseñanza, la psicología de los niños y cómo podía ayudarlos a crecer y a ser felices. Se prometió a sí misma que, cuando llegara el momento, sería la mejor maestra que esos niños podrían tener. En su mente, los veía como una extensión de sí misma, pequeños seres necesitados de amor y comprensión.
Sin embargo, no todo en su vida era tan sencillo. Con el paso del tiempo, el vacío en su hogar seguía presente, y Arletth comenzaba a sentir el peso de esa ausencia de afecto de maneras más profundas. Aunque era una niña brillante y querida por sus maestros, esa falta de amor familiar moldeaba su carácter. Aprendió a no esperar demasiado de los demás, a no confiar en las muestras de cariño que recibía de sus amigos o profesores. En su interior, había una voz que le decía que no debía depender del afecto de los demás, que tenía que ser fuerte por sí misma.
Las noches seguían siendo su refugio. Cuando el mundo se silenciaba y las estrellas aparecían una vez más en el cielo, Arletth sentía que no estaba sola. Miraba hacia arriba y, en esos momentos, se permitía soñar. Soñaba con un futuro donde, tal vez, podría encontrar su lugar. Soñaba con una vida donde no solo pudiera dar cariño, sino también recibirlo sin miedo. Pero esos sueños, aunque hermosos, seguían siendo lejanos, como las estrellas que observaba desde su ventana.
Mientras Arletth crecía, comenzó a comprender que la vida, aunque llena de belleza, también estaba marcada por ausencias. Sin embargo, ella no iba a dejar que eso la definiera. Su inteligencia y determinación la guiaban, y aunque el cariño en su hogar seguía siendo limitado, ella había encontrado en su amor por la enseñanza una razón para seguir adelante. Sabía que algún día, de alguna manera, sería capaz de llenar ese vacío con algo más, con el propósito que había descubierto en su corazón.
Así, Arletth continuaba creciendo, tanto en cuerpo como en espíritu. El vacío seguía allí, pero también lo hacía su fuerza. Las estrellas la seguían acompañando cada noche, recordándole que, aunque pequeña, su luz interior era tan brillante como cualquier estrella en el cielo.