La adolescencia llegó para Arletth con la misma suavidad con la que las estaciones cambiaban en su pequeño pueblo. Los años habían pasado, y aunque su entorno parecía inmutable, ella no era la misma niña que había crecido entre silencios y vacíos. Ahora, a sus quince años, Arletth se había transformado en una joven de una belleza sutil, con una mirada que seguía despertando curiosidad y admiración entre quienes la rodeaban. Había algo en sus ojos, un brillo especial, una profundidad que la hacía parecer más sabia y madura que otros de su edad.
En esos años, su sueño de ser maestra se había convertido en una meta clara. Mientras sus compañeros hablaban de aventuras, de amores de verano y de las cosas típicas de la adolescencia, Arletth mantenía su mente enfocada en lo que realmente le importaba. Pasaba horas en la biblioteca de la escuela, leyendo sobre pedagogía, psicología infantil y las mejores prácticas educativas. Para ella, ser maestra no era solo un trabajo; era una forma de dar sentido a su vida, de ofrecer a otros lo que ella nunca había tenido: afecto, comprensión y guía.
Sin embargo, a pesar de su dedicación a los estudios, la adolescencia trajo consigo desafíos emocionales nuevos. En la escuela, Arletth era admirada por su inteligencia y belleza, pero esa admiración a menudo la aislaba. Los chicos solían mirarla de lejos, fascinados por su aire de misterio, pero pocos se atrevían a acercarse realmente. Las chicas, aunque la respetaban, a menudo la veían como alguien distante, fuera de su alcance. Esto no se debía a una actitud de superioridad por parte de Arletth, sino a un hábito inconsciente de protegerse de los demás, fruto de su falta de afecto en casa.
Aun así, no era completamente solitaria. Había hecho algunas amigas cercanas, y con ellas compartía sus sueños y preocupaciones. Solían reunirse después de clase, en una cafetería cercana, para hablar de sus días, sus familias y las pequeñas historias que formaban parte de la vida adolescente. Entre risas y conversaciones ligeras, Arletth dejaba entrever partes de sí misma que normalmente mantenía ocultas. Pero incluso en esos momentos, siempre había una parte de ella que permanecía distante, como si no pudiera permitirse ser completamente vulnerable.
Con el tiempo, los primeros sentimientos de amor empezaron a surgir. En los pasillos de la escuela, Arletth notaba las miradas de algunos chicos que parecían interesados en ella. Uno de ellos, David, había sido su amigo desde la infancia, y con el tiempo, su relación había evolucionado. David era divertido, carismático y siempre sabía cómo hacerla reír, algo que Arletth valoraba profundamente. Sin embargo, aunque sentía cariño por él, nunca pudo dejarse llevar por completo. Algo en su interior la frenaba cada vez que David intentaba acercarse más, como si el afecto y el amor fueran territorios prohibidos para ella.
David, por su parte, lo intentó varias veces. Le proponía paseos al atardecer, le enviaba cartas con poemas y trataba de mostrarle su afecto de la forma más sincera posible. Arletth, aunque agradecida, no podía corresponderle del todo. Había algo en su corazón que no le permitía entregarse a esos sentimientos. La idea de depender emocionalmente de otra persona la asustaba, y sin saberlo, estaba recreando el mismo patrón de desapego que había aprendido en casa. No rechazaba a David, pero tampoco le dejaba entrar completamente en su vida.
Con el tiempo, David se dio cuenta de que sus esfuerzos no serían suficientes. Aunque amaba a Arletth, comprendió que ella no estaba lista para recibir ese amor. Así, su relación se mantuvo en una amistad entrañable, aunque ambos sabían que había algo más que nunca se concretaría. Para Arletth, esa experiencia fue un recordatorio de que el amor, aunque tentador, era algo que aún no podía permitirse. Había aprendido a ser fuerte por sí misma, a no necesitar el afecto de los demás para seguir adelante.
A medida que pasaban los meses, otros chicos también intentaron conquistar el corazón de Arletth, pero todos se encontraron con la misma barrera invisible. Su belleza, con el tiempo, se convirtió en un símbolo de inalcanzabilidad, una mezcla de admiración y frustración para quienes la deseaban. Sin embargo, Arletth no estaba preocupada por el amor en ese momento. Su enfoque seguía siendo su sueño de enseñar, y eso era lo único que la mantenía en marcha.
La relación con su familia tampoco había cambiado mucho. Su madre seguía ocupada en sus propios asuntos, y su padre continuaba inmerso en el trabajo. El silencio seguía siendo la norma en casa, y aunque Arletth ya no lo sufría como cuando era niña, seguía sintiendo esa desconexión emocional. Pero había aprendido a vivir con ello. Sabía que el afecto no siempre estaba garantizado, y había desarrollado una fortaleza interior que la mantenía firme. Si bien las palabras dulces y los abrazos cálidos eran algo que rara vez experimentaba, había aprendido a llenar esos vacíos con sus propios logros y sueños.
No obstante, la adolescencia también trajo consigo momentos de debilidad. Arletth, a pesar de su fortaleza, no estaba exenta de los altibajos emocionales que todos los jóvenes experimentan en algún momento. Fue en una de esas noches de fiesta, cuando el alcohol hizo su primera aparición en su vida. Una amiga había organizado una celebración, y aunque Arletth no era muy dada a ese tipo de eventos, decidió asistir para no parecer siempre la chica distante y seria.
La música retumbaba, las risas llenaban el ambiente, y las luces de colores daban a la noche un aire festivo. Al principio, Arletth se limitó a observar, manteniéndose al margen como siempre. Pero sus amigas insistieron, ofreciéndole una copa tras otra. Al principio, solo bebía pequeños sorbos, pero pronto el calor del alcohol empezó a desinhibirla. Por primera vez en mucho tiempo, Arletth sintió que sus muros comenzaban a caer, aunque solo fuera por esa noche.
Rió, bailó y se dejó llevar por el ambiente. Sin embargo, esa sensación de libertad duró poco. En medio de la fiesta, alguien hizo una broma que involucraba a un payaso, un disfraz improvisado que alguien había llevado para hacer reír al grupo. Lo que para los demás fue una simple broma, para Arletth se convirtió en un momento de pánico. De niña, había tenido una experiencia aterradora con un payaso en una feria local, y desde entonces, había desarrollado un miedo irracional hacia ellos.
Al ver el disfraz, todos los recuerdos de aquella infancia volvieron a su mente con una fuerza abrumadora. El alcohol en su sistema solo amplificó su reacción. Sintió cómo el miedo se apoderaba de ella, y en cuestión de segundos, se encontró corriendo hacia la salida de la casa, buscando desesperadamente aire fresco. El pánico la envolvió, y mientras sus amigos la miraban sin comprender qué ocurría, Arletth se dio cuenta de que aún había cosas en su interior que no había logrado superar.
Esa noche fue un punto de inflexión. Al día siguiente, mientras el sol despuntaba en el horizonte, Arletth comprendió que no solo había barreras emocionales que necesitaba derribar, sino también miedos profundamente arraigados. Su vida, hasta entonces, había sido un constante esfuerzo por ser fuerte y autosuficiente, pero ahora se daba cuenta de que esa fortaleza no la protegía de todo. Había heridas del pasado que seguían abiertas, y aunque no lo sabía con certeza, intuía que el camino hacia el amor y la plenitud no sería tan fácil como había pensado.