Rutina con aroma a café
Me despierto siempre antes de que el sol termine de calentar el aire húmedo de Nueva Orleans. No necesito alarma; mi cuerpo ya se acostumbró al mismo ritmo, al mismo vaivén de días idénticos. El sonido de los tranvías a lo lejos, el canto de algún pájaro perdido en los cables, y la voz de mi tía Ángela desde la cocina me recuerdan que otra jornada me espera.
Me levanto despacio, sin prisa, aunque sé que el reloj no me dará tregua. En el espejo de mi cuarto me encuentro con la misma mirada de siempre: ojos marrones con un brillo cansado, como si fueran dos ventanas que nunca terminan de abrirse del todo. Me recojo el cabello oscuro en un moño rápido, sin preocuparme demasiado. No me maquillo, no me arreglo de más. No tiene caso. Aquí nadie me mira dos veces.
El pequeño apartamento que comparto con mi tía huele siempre a café recién colado y pan tostado. Ese aroma es casi un himno matutino. Y aunque me da una extraña seguridad, también me recuerda que mi vida es una repetición interminable.
—Eliana, cariño, no te quedes dormida de pie —me dice mi tía cuando me ve en la cocina.
Ella es el motor de todo: robusta, con sus manos firmes y esa energía que parece nunca agotarse. Para ella, la cafetería es un sueño cumplido, un legado que la sostiene. Para mí… es una jaula con paredes verdes descascaradas y olor a café molido. Muy a diferente a lo que quiero ser yo....
Camino las pocas cuadras hasta la esquina donde está nuestro local. El aire de la ciudad es húmedo, pesado, pero trae consigo murmullos de vida: el saxofón de algún músico callejero afinando su instrumento, el golpe de los pasos apresurados, las risas tempranas de quienes aún creen que todo es una aventura. Yo los envidio en silencio.
La cafetería abre a las siete en punto. Conozco el guion de memoria: la señora Duvall llega a las ocho con su café con leche muy caliente y su croissant, el señor McCarthy aparece a las nueve con su periódico y sus historias que nadie sabe si son ciertas. Cada mesa tiene su dueño invisible, cada silla guarda un secreto.
Yo me muevo entre ellas con una bandeja en las manos y una sonrisa practicada. La sonrisa se siente más pesada que la bandeja, pero ya es parte de mi uniforme. Y de mi rutina matutina
Algunas veces me descubro observando a la gente desde la barra. Los turistas que caminan con mapas arrugados, los músicos que protegen sus estuches como si fueran cofres con tesoros, las parejas que se ríen tan alto que parecen olvidarse del mundo. Esa libertad en sus gestos me intriga, me punza. Yo, en cambio, siento los pies atados a estas tablas de madera que crujen con cada paso.
—¿En qué piensas tanto, niña? —pregunta mi tía mientras deja sobre el mostrador una bandeja de beignets cubiertos de azúcar.
Sacudo la cabeza.
—En nada, tía… en nada importante.
No es cierto. Pienso en todo lo que nunca digo: en tomar un tren sin destino, en perderme en ciudades donde nadie me conozca, en aprender idiomas que aún no sé pronunciar, en vivir un amor de esos que se sienten como fuego en la piel. Pero mi tía es el reflejo de lo que no quiero: alguien que se entregó al amor y recibió heridas en lugar de ternura. Ella nunca habla de eso, pero yo lo sé. Su silencio es suficiente. Quizá por eso no me permito soñar demasiado con enamorarme. Porque se me pasará igual a mi,y de eso tengo miedo.
A media mañana, entra un grupo de estudiantes empapados por una lluvia inesperada. Se ríen entre ellos, dejan huellas de agua en el suelo y huelen a juventud, a promesas. Los atiendo con rapidez, y mientras sirvo sus cafés recuerdo que yo también fui así, alguna vez. Tenía planes de ser costurera, de coser vestidos que algún día caminaran por pasarelas o al menos que hicieran sonreír a una mujer frente al espejo. Pero los planes se quedaron a medio camino. El tiempo se encargó de archivarlos en una gaveta invisible.
Cuando vuelvo al mostrador, dejo que mis ojos se escapen hacia la ventana. Afuera, una pareja baila improvisadamente en la acera. Él la sostiene de la cintura, ella ríe con la cabeza echada hacia atrás, y el saxofón de un músico callejero los acompaña como si fueran protagonistas de una película. Yo sonrío sin darme cuenta, y al mismo tiempo, una punzada me atraviesa el pecho. ¿Por qué ellos sí? ¿Por qué yo no?" Tonta es simple ¡Miedo a mar! Muevo mi cabeza y pienso con una gran sonrisa
“Algún día”, me digo en silencio. “Algún día será mi turno.”
Pero sé que miento. O al menos eso me repito para no doler tanto. Porque hasta ahora, mi vida no ha hecho más que repetirse como un círculo cerrado. Y aunque mi corazón late con fuerza cada vez que abro la ventana de noche y escucho las trompetas lejanas del barrio francés, la rutina me atrapa de nuevo cada mañana con la misma fuerza.
Lo curioso es que, en el fondo, tengo un presentimiento. Como si algo estuviera a punto de cambiar, como si el destino hubiera empezado a caminar hacia mí sin que yo lo notara.
No lo sé con certeza, pero lo presiento: mi vida no puede seguir igual para siempre. Algún día la campanilla de esa puerta sonará y no será un cliente más. Algún día alguien entrará y mi mundo dejará de ser una jaula con olor a café.
Quizá ese día esté más cerca de lo que imagino.
♥️♠️♥️♠️♥️♠️
A veces me descubro imaginando otra vida. Una en la que no llevo un delantal manchado de café, sino un cuaderno de diseños bajo el brazo. Sueño con una tienda pequeña, quizás en una calle tranquila de Nueva Orleans, con escaparates iluminados y vestidos en exhibición que no estén hechos solo de telas, sino de historias.
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Editado: 08.11.2025