Narrado por Kelian
Han pasado dos semanas desde ese beso, y todavía puedo sentirlo.
No en los labios, sino más adentro… en ese lugar donde uno guarda las cosas que de verdad importan.
Desde aquel día, todo cambió.
El café tiene otro sabor, la lluvia suena distinto, y Nueva Orleans dejó de ser una ciudad para convertirse en un mapa con su nombre en el centro.
Eliana.
No dejo de pensar en ella.
En cómo sonríe con los ojos antes que con los labios, en su voz bajita cuando dice mi nombre, en la forma en que se le enreda un mechón de cabello cada vez que se concentra.
Y aunque he tenido muchas mujeres en mi vida —demasiadas, diría Tori—, ninguna me había hecho sentir que pertenecía a algún lugar… hasta ahora.
Ese viernes, decidí volver al café un poco antes de que cerrara.
El lugar estaba casi vacío, y las luces cálidas del interior parecían pintar todo de oro.
Eliana estaba sola, guardando las tazas con ese ritmo tranquilo que tanto la caracteriza.
—No sabía que cerrabas tan tarde —dije, apoyándome en la barra.
Ella levantó la vista, sorprendida, y sonrió.
—No siempre. Hoy quise quedarme un rato más. A veces el silencio también hace compañía.
—¿Puedo quedarme contigo? —pregunté.
—¿Y si te digo que cobro por hora? —respondió entre risas suaves.
—Entonces pagaré con historias —le guiñé el ojo—. No tengo mucho más que ofrecerte.
Ella dejó la taza en el estante, se cruzó de brazos y me miró con curiosidad.
—A ver, señor misterioso, ¿qué historia vas a contarme hoy?
Me senté frente a ella y abrí mi libreta.
No para dibujar, sino para escribir.
Las palabras salieron solas, como si mi corazón las dictara:
“Hay lugares que uno no elige. Te eligen ellos.
Y cuando eso pasa, ya no puedes escapar.
A veces ese lugar no es un sitio… sino una persona.”
Cuando terminé, levanté la vista.
Eliana me observaba con esa mezcla de ternura y nostalgia que solo ella sabe tener.
—¿Y a ti quién te eligió? —preguntó en voz baja.
—Tú —dije, sin pensarlo.
El silencio que siguió fue suave, casi sagrado.
Ella no respondió, pero se acercó y apoyó su mano sobre la mía.
No hacía falta decir nada más.
El reloj marcó las diez.
Las calles estaban mojadas por una llovizna fina que parecía flotar entre los faroles.
La acompañé hasta su casa, caminando despacio, como si el mundo pudiera esperar.
—¿Te quedarás mucho tiempo en Nueva Orleans? —preguntó ella.
—No lo sé —respondí con sinceridad—. Pero si me quedo, no será por la ciudad.
Ella sonrió, bajando la mirada.
—¿Y si un día te vas?
—Entonces dejaré algo aquí, para que sepas que siempre fue real.
—¿Qué dejarías? —preguntó curiosa.
—Un dibujo.
De ti, bajo la lluvia, sonriendo como ahora.
—Y yo te dejaría un vestido —dijo, sonriendo con timidez—. Uno que lleve tus colores, para que no me olvides.
Nos quedamos quietos frente a su puerta, mirándonos como si el tiempo se detuviera.
La lluvia se volvió más fuerte, y un trueno iluminó el cielo.
Ella dio un paso hacia mí.
Y otra vez, el mundo se hizo pequeño.
Su respiración, el roce de su mano, el temblor en su voz cuando susurró:
—No quiero que esto termine, Kelian.
—Entonces no lo hagamos terminar —dije, antes de besarla.
El beso fue distinto al primero.
Más profundo.
Con esa mezcla de certeza y miedo que solo tiene el amor cuando empieza a volverse verdadero.
Cuando nos separamos, apoyó su frente contra la mía y murmuró:
—Prométeme que no desaparecerás sin decir adiós.
Tragué saliva, sintiendo el peso de esas palabras.
Yo sabía que el pasado me seguía.
Sabía que tarde o temprano, la verdad saldría a la luz:
la razón por la que había huido de Colombia, el proyecto que lo cambió todo, las personas que aún me buscaban.
Pero esa noche, bajo la lluvia, decidí mentirme un poco.
Solo para poder quedarme en ese instante.
—Te lo prometo —susurré.
Cuando volví a casa, Tori me estaba esperando en el sofá, con cara de detective.
—¿Y bien? —preguntó con una ceja levantada.
—¿Y bien qué?
—No te hagas el inocente. Te conozco, Kelian. Sé cuándo alguien te gusta en serio… y esta vez lo veo en tus ojos.
Me dejé caer junto a ella, sonriendo con cansancio.
—Tori… creo que me estoy enamorando.
Ella me miró en silencio, y por primera vez no bromeó.
—Solo prométeme que no la harás sufrir —dijo finalmente.
—No lo haré. —Hice una pausa—. Pero temo que el que salga herido sea yo.
—¿Por qué?
—Porque ella es todo lo que yo no soy —respondí, mirando al techo—. Y eso, Tori, puede doler más de lo que imaginas.
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Editado: 08.11.2025