Bajo las luces de nueva Orleans

Capitulo dieciséis :cuendo el amor duele

cuando el amor duele

Eliana

Apenas la campanita de la puerta dejó de sonar, el silencio se volvió tan pesado que sentí que podía partir la tela en dos.

Me quedé allí, inmóvil, con las manos sobre el vestido morado pastel… el mismo que estaba cosiendo para intentar no pensar en él.
Pero era inútil.
La aguja podía avanzar, la máquina podía rugir, las flores podían bordarse… pero mi mente siempre regresaba a lo mismo:

El beso.

El beso que Evangs me dijo que le dio.
Con lujo de detalles.
Con esa crueldad que ella usa para disfrutar del dolor ajeno.

—“Intentó besarme borracho, Eliana… pobrecito. Confundido. Solo necesitaba un poco de cariño verdadero.”—

Recordé cada palabra.
Cada gesto.
Cada risa venenosa que soltó mientras yo solo podía respirar hondo y contenerme para no quebrarme delante de ella.

Por eso me alejé.
Por eso ya no respondía igual.
Por eso, cuando Kelian apareció hoy en mi local, mi corazón latía con dos ritmos distintos:
uno que lo extrañaba…
y otro que ya no confiaba.

Cuando escuché su voz suave, casi rota, diciendo “vine a disculparme”, algo dentro de mí quiso correr a sus brazos y decirle que lo perdonaba sin pensarlo.
Que lo necesitaba.
Que lo elegía.

Pero no pude.
Porque saber la verdad antes de escucharla de su boca… duele más.
Duele distinto.
Duele como una traición doble.

Me quedé mirando la puerta cerrada después de que se marchó.
El aire del local estaba tibio, pero yo sentía frío.

¿Me dolió que se fuera así? Sí.
¿Me dolió que no me contara la verdad? Más.
¿Me dolió admitir que me importó demasiado? Muchísimo.

Me dejé caer en la silla frente a la máquina de coser, y mis manos comenzaron a temblar.
No lloré.
No esta vez.
Solo cerré los ojos y dejé que la realidad me cayera encima como un balde de agua helada:

Kelian se está alejando…
y yo lo estoy dejando ir.

No porque no lo ame.
No porque no lo quiera aquí.
No porque no me duela.

Sino porque tengo demasiado que pensar.

Tengo que pensar en lo que siento por él.
En lo que hemos vivido.
En cómo me cambió la vida.
En cómo me hizo creer en algo que yo ya había enterrado.

Tengo que pensar en si puedo perdonar un beso que él no buscó, pero que igual sucedió.
Y en si puedo confiar de nuevo cuando Evangs ha dejado claro que hará lo que sea por destruirnos.

Tengo que pensar en mi local, en mi sueño, en mi nueva vida.
En quién soy ahora.
En lo que quiero para mí.

Él necesita entender lo que quiere.
Y yo necesito entender lo que merezco.

Acaricio el borde del vestido morado, y casi sin darme cuenta, susurro:

—Kelian… ¿qué hacemos contigo?

La respuesta no llega.
La tarde sigue avanzando.
La máquina espera.
El corazón también.

Y aunque duele aceptarlo…

Por ahora, dejar que se aleje es lo único que puedo hacer. Y dejar de pensar en el por un buen tiempo también podré lograrlo estar sin el....

⭐⭐⭐⭐

Kelian

El aire frío de Bogotá me golpea apenas salgo del aeropuerto, pero ni siquiera eso logra despejarme la cabeza.
Siento la mente pesada, la culpa agarrada a mis hombros como si pesara más que la maleta.

Y ahí está.
Evangs.
Pegada a mí como si fuera mi sombra.
Como si tuviera algún derecho.

—Ay, por fin en casa —dice ella, estirándose exageradamente, como si estuviera en una sesión de fotos.

La miro de reojo.
Con fastidio.
Con rabia.
Con ese rechazo que no necesito disimular.

Si dependiera de mí, la dejaría en el mismo aeropuerto.
Pero la realidad es otra.

Mis papás la adoran.
Su familia y la mía han estado demasiado unidas últimamente, como si el destino hubiera decidido burlarse de mí justo ahora que menos quiero tenerla cerca.

Y porque mis padres son expertos en complicarme la vida, tuvieron la maravillosa idea de ofrecerle quedarse con nosotros “unos días” mientras arreglan un asunto familiar.

Unos días.
En mi casa.
Respirando el mismo aire.
Y sonriendo como si nada.

—Tus papás deben estar felices de verme —dice Evangs con esa voz melosa que me eriza la piel, pero no de buena manera.

—Mis papás están felices de ver a cualquiera —respondo seco—. No te emociones.

Ella suelta una risa fingida.
Yo aprieto la mandíbula.
Camino más rápido, esperando que se pierda entre la gente, pero no.
Ahí va, detrás de mí, pegada como un chicle en zapato nuevo.

—Kelian, no me ignores —dice, dándome un pequeño empujón con el brazo—. Estamos empezando de cero aquí. Tú y yo.




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