Bajo las luces de nueva Orleans

Extra

⭐Eliana⭐

Nueva Orleans tenía esa manera extraña de juntar destinos cuando uno menos lo esperaba. Al menos en esta navidad si estoy con mis seres queridos.
El aire olía a café recién hecho y a pan dulce, y el murmullo suave de la ciudad se mezclaba con risas, pasos y conversaciones que no me pertenecían… pero que igual sentía muy cerca.

Estábamos en el pequeño patio interior del local de Ruby. Ella había insistido en hacer una merienda sencilla, “solo para compartir”, había dicho, aunque yo sabía que cuando Ruby decía sencilla, siempre significaba algo importante escondido entre lo cotidiano.

Yo sostenía a mi bebé contra el pecho, balanceándolo suavemente, cuando Ruby apareció acompañada de un joven que no había visto antes.

—Eliana —dijo ella con esa sonrisa suya, orgullosa y misteriosa—. Quiero que conozcas a alguien.

Levanté la mirada.

Él era alto, de piel moreno claro, con una presencia tranquila que no imponía, pero tampoco pasaba desapercibida. Tenía los ojos grises, de esos que parecen cambiar de tono según la luz, y el cabello negro ondulado, un poco rebelde, como si no se molestara en domarlo demasiado. Vestía sencillo, pero con ese cuidado natural de quien no necesita demostrar nada.

—Él es Daniel —continuó Ruby—. Mi hijastro.

Daniel inclinó un poco la cabeza, educado, y me sonrió con calidez genuina.

—Mucho gusto, Eliana.

—El gusto es mío —respondí, devolviéndole la sonrisa—. Ruby me ha hablado de ti… aunque no tanto como debería.

Ruby soltó una pequeña risa nerviosa.

—Nunca supe cómo hablar de él —admitió—. Llegó a mi vida sin avisar… y se quedó sin pedir permiso.

Daniel negó suavemente con la cabeza.

—Ella exagera —dijo—. Soy yo el afortunado.

Entonces ocurrió algo que no pasó desapercibido para mí.

Tori acababa de salir del interior del local, limpiándose las manos con un trapo, distraída, cuando levantó la vista… y se encontró con la mirada de Daniel.

No fue un choque brusco.
Fue lento.
Silencioso.
Como si el mundo hubiera decidido pausar solo para ellos dos.

Tori frunció apenas el ceño, curiosa, como si no supiera por qué ese desconocido le llamaba la atención. Daniel, en cambio, la miró con una mezcla de interés y sorpresa tranquila, como quien no esperaba nada… y de pronto encuentra algo.

Yo lo vi todo.

Vi cómo Tori se acomodaba un mechón de cabello detrás de la oreja sin darse cuenta.
Vi cómo Daniel desviaba la mirada un segundo, solo para volver a buscarla.
Vi esa energía nueva, todavía indefinida, flotando entre ellos.

—Tori —la llamé suavemente.

Ella parpadeó, como despertando.

—¿Sí?

—Te presento a Daniel.

Daniel dio un paso al frente.

—Hola.

—Hola —respondió ella, con una sonrisa pequeña, honesta.

Nada más.
No hicieron falta más palabras.

Ruby los observaba en silencio, con esa expresión de mujer que ya ha vivido demasiado como para no reconocer el inicio de algo, aunque todavía no tenga nombre.

Yo bajé la mirada hacia mi bebé y sonreí apenas.

La vida seguía encontrando formas de moverse, incluso después de todo el dolor.

Después de todo lo perdido.

Daniel se sentó cerca, escuchando las conversaciones, atento pero discreto. Cada tanto, su mirada volvía hacia Tori, y ella, sin darse cuenta, hacía lo mismo. No era amor. No todavía. Era curiosidad, esa chispa suave que no quema, pero calienta.

Y mientras los observaba, pensé en lo extraño que era todo.

Kelian con su camino.
Evangs con el suyo.
Ángel enfrentando sentimientos que no buscó.
Y ahora… Tori, encontrándose con alguien que no esperaba.

La vida no pregunta si estamos listos.

Solo llega.

Ruby se acercó a mí y susurró:

—¿Ves? A veces, Eliana… las historias nuevas empiezan cuando creemos que ya lo hemos visto todo.

La miré.

—O cuando por fin dejamos de huir —respondí.

Ella sonrió.

Yo volví a observar a Daniel y a Tori, sentados uno frente al otro, hablando de cosas pequeñas, como si se conocieran de antes.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que el futuro…
no dolía tanto mirarlo.

Quizá porque ya no lo miraba sola.

Me senté un poco apartada, en el viejo banco de madera del patio, con la espalda apoyada contra la pared tibia del local. La tarde caía lento, dorada, y Nueva Orleans parecía respirar con más calma que yo.

Desde ahí los veía a todos.




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