Bajo los Faroles de Bourbon Street

Capítulo 1: El verano que no pedí

Clara Vance apretó los dientes mientras el taxi doblaba lentamente por Chartres Street, donde los faroles colgantes y los balcones de hierro forjado parecían observarla con una mezcla de juicio y bienvenida. El aire de Nueva Orleans era espeso, como si cada partícula de humedad estuviera llena de secretos antiguos. Olía a algo dulce y quemado al mismo tiempo. Azúcar, bourbon y algo más que no sabía nombrar. Quizás historia. O tal vez advertencia.

No quería estar allí. No ese verano. No con su tía Lucille.

La decisión no había sido suya. Su madre, decidida a “darle un espacio para sanar”, la había subido a un avión con una maleta y una lista de recomendaciones tan larga como inútil. “Lucille es rara, pero buena gente”, le había dicho con una sonrisa forzada. Clara solo asintió, demasiado rota por dentro para discutir. ¿Qué importaba ya?

Lucille Thibodeaux vivía en el corazón del Barrio Francés, en una casa que parecía sacada de una novela gótica. La fachada era de un azul desteñido, con ventanas altas y persianas desvencijadas. En la entrada, un gato negro dormía en una mecedora antigua, como un guardián de los misterios familiares. Clara bajó del taxi, sintiendo el sudor pegársele al cuello, y respiró hondo antes de tocar el timbre.

Lucille no tardó en abrir. Era alta, delgada como una ramita, y llevaba una bata floreada sobre una blusa con lentejuelas. Su cabello blanco estaba recogido en una trenza desordenada, y sus ojos, azules y brillantes, chispeaban con una energía que contrastaba con el letargo del calor.

—¡Clara! —exclamó, abrazándola con fuerza—. ¿Sigues con el corazón roto o ya lo perdiste por el camino?

Clara frunció el ceño. No estaba preparada para la honestidad brutal de su tía.

—Hola, tía Lucille —dijo en voz baja—. Solo quiero pasar el verano sin complicaciones.

Lucille la miró con detenimiento, como si pudiera ver más allá de la fachada tranquila que Clara intentaba mantener.

—Pues has venido al lugar equivocado, chérie. Aquí todo es complicado.

La casa era un laberinto de colores, texturas y objetos antiguos. Había estatuas de santos, velas derretidas, frascos con etiquetas escritas a mano y fotografías en blanco y negro de gente que ya nadie recordaba. Lucille la instaló en una habitación del segundo piso con balcón hacia Bourbon Street. El colchón crujía, las cortinas eran de encaje y había un atrapasueños colgado del ventilador. Clara dejó su maleta sin desempacar. No pensaba quedarse más de lo necesario.

Esa noche, no pudo dormir.

Los sonidos de la calle se colaban como música de fondo: risas, música jazz, pasos, algún grito lejano y la vibración constante de una ciudad que no se apaga nunca. Clara se sentó en el alféizar de la ventana con un vaso de agua caliente entre las manos, viendo la vida desfilar. Todo era demasiado vivo, demasiado ruidoso. Demasiado todo.

Y entonces lo vio.

Un chico, en la acera de enfrente, con una guitarra colgada al hombro y una chaqueta vieja que parecía haber visto más amaneceres que él mismo. Llevaba el cabello revuelto y una expresión serena, como si nada lo apurara. Se detuvo frente a una librería antigua, "The Enchanted Page", y se sentó en los escalones, afinando su guitarra como si el tiempo no existiera. Cuando empezó a tocar, Clara contuvo el aliento.

Las notas flotaron como humo tibio. Eran suaves, melancólicas. Parecían contar una historia que solo él conocía.

Clara no sabía por qué no podía dejar de mirarlo.

No sabía su nombre. Ni si volvería a verlo. Pero algo en esa melodía le hizo doler el pecho. Algo que no era solo tristeza. Era otra cosa. Una grieta. Una posibilidad.

Tal vez su tía tenía razón.

Tal vez ese verano no iba a ser tan sencillo como pensaba.




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