La mañana siguiente llegó con el zumbido de un ventilador insistente y el sol filtrándose entre las cortinas de encaje como una advertencia. Clara se vistió sin entusiasmo: shorts, camiseta blanca y un moño improvisado para contener su cabello. No era exactamente una turista, pero tampoco sentía que perteneciera a ese lugar. Su plan era caminar, perderse un rato, y regresar antes del almuerzo para evitar las preguntas de su tía Lucille.
Las calles de Nueva Orleans estaban más vivas de lo que había esperado. Incluso a esa hora, la ciudad parecía recién salida de un carnaval: música callejera en cada esquina, el aroma a beignets flotando desde algún café, vendedores ambulantes, artistas pintando en las aceras. El calor era implacable, y la humedad le pegaba la ropa al cuerpo, pero por primera vez en mucho tiempo, Clara no sintió la necesidad urgente de esconderse.
Caminó sin rumbo fijo hasta que, casi sin darse cuenta, se encontró frente a la misma librería donde la noche anterior había escuchado aquella melodía.
The Enchanted Page tenía una fachada de madera pintada de verde oscuro, con letras doradas ya un poco descoloridas. Unas enredaderas colgaban desde el toldo, y el escaparate exhibía libros viejos, una máquina de escribir y una taza de té humeante que claramente era solo parte del decorado. Y allí, otra vez, estaba él.
El guitarrista.
Sentado en los escalones, con la guitarra apoyada en sus piernas y los ojos cerrados. Como si tocara solo para sí mismo. Como si no importara si alguien lo escuchaba o no. Clara dudó. Podía seguir de largo. Podía no complicarse. Pero no lo hizo.
Se acercó despacio, y cuando estuvo lo bastante cerca como para que él la notara, dejó escapar un ligero carraspeo.
—Tienes buena puntería con las notas —dijo, sin saber muy bien por qué.
Él abrió los ojos. Eran verdes. No un verde común, sino uno que recordaba a las botellas de vidrio viejo o a los helechos mojados por la lluvia.
—Y tú tienes buen oído para alguien que parecía aburrida anoche en la ventana —respondió con una sonrisa torcida.
Clara arqueó una ceja.
—¿Me viste?
—Te veías difícil de ignorar. Entre todos esos faroles, eras la única que no miraba hacia abajo.
Ella se cruzó de brazos, incómoda, pero también un poco intrigada.
—No sabía que los músicos callejeros también eran poetas.
—Solo cuando no hay propinas —respondió él, encogiéndose de hombros.
El silencio se extendió por un segundo más de lo necesario. Clara miró la librería, luego a él, luego otra vez la librería.
—¿Está abierta?
—A veces. Depende del humor de Madame Rosette —dijo, señalando la puerta con el pulgar—. Es la dueña. Dice que los libros tienen voluntad propia. Que se abren cuando quieren ser leídos.
—Eso suena a algo que diría mi tía Lucille —respondió Clara con una sonrisa que no esperaba tener.
—¿Lucille Thibodeaux? ¿La del sombrero de plumas?
—¿La conoces?
—¿Quién no conoce a Lucille en esta ciudad? A veces viene a leerle cartas del tarot a Rosette. O a dejarle pasteles de limón que nadie se atreve a comer.
Clara se rió. Fue una risa baja, honesta, casi incrédula. Era extraño sentirse cómoda con un extraño.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, sintiendo que debía romper ese hilo invisible de tensión que se formaba entre ambos.
—Liam. Liam Thorne.
—Clara —respondió ella, simplemente—. Clara Vance.
—Nombre de protagonista literaria —dijo él—. Seguro tienes una tragedia detrás.
La sonrisa de Clara se desvaneció apenas. No lo suficiente como para que él lo notara, pero sí lo suficiente como para que ella se diera cuenta.
—¿Y tú? —preguntó, buscando cambiar de tema—. ¿Vives de esto?
—Depende del día —dijo él, encogiéndose de hombros otra vez—. A veces toco, a veces escribo. A veces solo camino y escucho a la ciudad. Es buena para contar historias, si uno sabe dónde poner el oído.
En ese momento, la puerta de la librería crujió y se abrió lentamente. Una mujer diminuta, con el cabello violeta recogido en un turbante y unos lentes gruesos como lupas, asomó la cabeza.
—Hoy es un buen día para leer —anunció, sin más.
Liam se levantó y le hizo una reverencia exagerada a Clara.
—Después de usted, protagonista trágica.
Ella dudó. Todo en ella le decía que no entrara, que no se involucrara, que no comenzara nada. Pero al mirar a Liam, sintió algo parecido a curiosidad… y a desafío.
Así que lo siguió.
Y mientras cruzaba el umbral de The Enchanted Page, con su aroma a papel viejo, canela y un leve dejo de incienso, Clara Vance no podía saber que ese sería el primer paso de algo que cambiaría todo.