El interior de The Enchanted Page no se parecía a ninguna librería que Clara hubiera pisado antes. No solo por el aroma —una mezcla embriagadora de madera antigua, incienso de vainilla y polvo de siglos—, sino por la atmósfera. Era como entrar en el recuerdo de algo que aún no había vivido.
Los estantes se alzaban hasta el techo, repletos de libros de todos los tamaños y colores. Algunos estaban encuadernados en cuero, otros envueltos en tela bordada. Había títulos escritos en idiomas que Clara no reconocía y otros sin título alguno, solo símbolos o dibujos extraños en la portada. Una escalera de hierro crujía cada vez que se deslizaba por los rieles, y en el centro, un reloj de péndulo marcaba el tiempo… pero su tic-tac no coincidía con el ritmo del mundo exterior.
—¿Todo esto… es real? —murmuró Clara, apenas cruzó el umbral.
Liam, que caminaba junto a ella como si conociera el lugar de memoria, sonrió de lado.
—Tanto como tú o yo.
—¿Y Madame Rosette?
—Es más real de lo que parece. Y más sabia de lo que admite.
Como si la hubieran invocado, Rosette apareció tras un mostrador curvo con una tetera humeante en la mano y una mirada que parecía leer pensamientos.
—Los libros saben cuando alguien los necesita —dijo con voz rasposa—. Hoy uno está esperando por ti, Clara Vance.
Clara frunció el ceño, incómoda.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Los libros me lo susurraron —respondió Rosette, encogiéndose de hombros como si fuera lo más normal del mundo.
Clara se giró hacia Liam, buscando una explicación más racional, pero él solo levantó las cejas, divertido.
—Ya te dije que la ciudad habla.
Rosette desapareció tras unas cortinas de terciopelo que daban a una habitación trasera, y Clara se quedó sola con Liam entre las estanterías. Caminó con cautela, como si un paso en falso pudiera despertar a los libros dormidos.
—¿Vienes seguido aquí? —preguntó, fingiendo interés casual.
—Cuando quiero silencio —dijo él—. O cuando necesito escuchar algo sin que nadie me lo diga.
Clara deslizó los dedos por el lomo de un libro sin título. Al tocarlo, una brisa invisible le erizó la piel, como si el libro exhalara.
—Este lugar es raro.
—Lo es —concedió él—. Pero a veces lo raro es lo único que tiene sentido.
Se detuvieron frente a una mesa circular con un solo libro abierto en el centro. Las páginas estaban escritas a mano, con tinta negra y caligrafía antigua. No tenía autor, ni índice. Solo una frase en la página izquierda: “A veces, el corazón encuentra lo que la razón entierra.”
Clara la leyó en voz baja. La frase la golpeó con fuerza, como si se la hubieran escrito directamente a ella. Bajó la vista y apretó los labios.
—¿Qué te duele? —preguntó Liam, sin rodeos.
Ella alzó la vista, sorprendida por su franqueza. Nadie había preguntado eso en meses. Todos daban por hecho que estaba bien o preferían no saber.
—Nada —respondió, aunque su voz no sonó convencida ni para sí misma.
Liam no insistió. Solo se sentó en una de las butacas antiguas y comenzó a rasguear las cuerdas de su guitarra en silencio, como si entendiera que algunas verdades no se empujan, se esperan.
Clara se sentó enfrente. No para hablar. No para explicar. Solo para estar.
La melodía que Liam tocaba no era una canción que ella conociera. Era lenta, melancólica, como el murmullo de un río bajo la lluvia. Y sin saber cómo ni cuándo, Clara sintió que estaba soltando algo. No lloró. Pero algo dentro de ella —una tensión, un nudo, una sombra— comenzó a disolverse.
Cuando la canción terminó, él dejó la guitarra a un lado.
—Hay gente que viene aquí buscando respuestas. Otros solo buscan paz —dijo en voz baja—. Yo creo que tú no sabías lo que buscabas… hasta que llegaste.
Clara no respondió. No sabía cómo.
En ese instante, un libro cayó de una estantería cercana. Sin ruido estridente. Más bien como una invitación. Clara se levantó, lo recogió y leyó el título: “La Cartografía de los Vínculos Perdidos.”
Lo abrió en una página al azar. Una línea subrayada decía: “Lo que fue roto no siempre debe repararse. A veces, debe transformarse.”
Clara lo cerró de golpe.
—¿Puedo llevar este?
—Si te eligió, es tuyo —respondió Rosette, que había vuelto sin que nadie notara.
—¿Cuánto cuesta?
—Nada que puedas pagar con dinero —dijo ella, guiñándole un ojo—. Solo no lo pierdas. Ni lo ignores.
Clara se giró hacia Liam. Él se encogió de hombros.
—Así es la magia en esta ciudad. No se explica. Se vive.
Y Clara, con el libro apretado contra el pecho, supo que algo había comenzado.
Tal vez no un amor. Tal vez no una redención. Pero sí un movimiento. Una grieta. Una posibilidad.
Y a veces, eso basta.