Bajo los Faroles de Bourbon Street

Capítulo 4: Acordes en la penumbra

—¿Tienes planes esta noche? —preguntó Liam, justo cuando Clara salía de la librería con La Cartografía de los Vínculos Perdidos bajo el brazo.

Clara alzó una ceja, insegura.

—¿Eso es una invitación?

—Eso es una posibilidad —dijo él con una sonrisa torcida—. Hay un sitio donde toco a veces, no es nada formal. Solo luces tenues, cerveza barata y música honesta. Pensé que podrías venir.

Ella vaciló. La idea de seguirlo a un rincón oculto de Nueva Orleans sonaba exactamente como el tipo de decisión que su yo anterior jamás tomaría. Pero ese yo estaba hecho trizas desde hacía tiempo, y tal vez era hora de dejar que alguien le enseñara algo nuevo.

—¿Debo llevar algo?

—Solo a ti. Pero si traes dudas, déjalas en casa.

La dirección que Liam le envió por mensaje ni siquiera aparecía en Google Maps. Clara caminó por calles cada vez más estrechas, donde los faroles parecían latir en lugar de brillar. El calor era espeso, como si la ciudad respirara lentamente en la nuca de todos.

Finalmente, llegó a un portón de hierro forjado decorado con flores de lis oxidadas. Un cartel casi borrado decía: Les Lucioles. Desde adentro se escuchaban risas, vasos chocando y una melodía de blues rasgada, como si el alma de alguien llorara suavemente a través de una guitarra.

Clara empujó la puerta con el corazón desbocado.

El lugar era pequeño, apenas unas mesas de madera repartidas alrededor de una tarima improvisada. La luz provenía de velas colocadas en frascos de cristal y de unas bombillas colgadas con cables visibles, como si la electricidad fuera también parte del acto. El ambiente era cálido, íntimo… y vivo.

Liam estaba ya en el escenario, ajustando las cuerdas de su guitarra. La vio entrar y le dedicó una de esas sonrisas que no se enseñan, se sienten.

Clara se sentó cerca del fondo. No quería invadir su espacio, pero tampoco quería perder un solo gesto.

Cuando él comenzó a tocar, no fue la misma melodía suave de la librería. Era algo más rudo, más visceral. Su voz era ronca, arrastrada por emociones que no pedían permiso. Cantaba sobre caminos que se bifurcan, sobre trenes que parten demasiado temprano, sobre manos que se soltaron en medio de la lluvia.

Clara sintió un nudo en la garganta.

No era solo su voz.

Era lo que callaba entre verso y verso. Las pausas. Las miradas bajas. Las cicatrices que no se veían, pero se oían.

Al terminar, Liam no hizo una reverencia. Solo se levantó, bajó del escenario y fue directo hacia ella.

—¿Qué piensas? —preguntó, apoyando los brazos sobre la mesa.

—Que no sabía que podías cantar así —susurró Clara—. No sabía que podías sentir así.

—A veces hay que sangrar un poco para que las palabras funcionen.

Pidieron algo de beber —ella un té frío, él una cerveza oscura— y se quedaron un rato en silencio, viendo cómo otros músicos subían al escenario, compartiendo historias envueltas en acordes.

—¿Este lugar siempre ha estado aquí? —preguntó ella.

—Desde antes de que yo naciera —respondió él—. Aquí vienen los que no quieren fingir. Nadie te graba, nadie te juzga. Puedes contar tu historia, aunque solo dure tres minutos y se pierda en el humo del tabaco.

—¿Y tú? ¿Por qué vienes?

Liam la miró con una expresión que no usaba en la calle ni frente a turistas. Era más suave. Más él.

—Porque aquí no tengo que ser nadie. Solo yo.

Clara bajó la mirada, sintiendo algo moverse en su pecho. Como si una puerta se entreabriera. No del todo. Solo lo justo para dejar pasar algo de luz.

—Nunca te pregunté por qué tocas en la calle.

Liam se encogió de hombros.

—La calle es honesta. Nadie aplaude por compromiso. Si les gustas, se quedan. Si no, siguen caminando. Es el único lugar donde la gente no finge que le importa.

—¿Y si nadie se detiene?

—Entonces la música es solo para mí. Y eso basta.

Clara pensó en todas las veces que había deseado desaparecer. En todos los días en los que sentía que nadie realmente la veía. Y ahora, frente a este chico que tocaba canciones como si fueran cicatrices, se sintió vista.

Realmente vista.

—Gracias por invitarme —dijo, de pronto.

—Gracias por venir —respondió él—. No todos se atreven a escuchar de verdad.

Se quedaron así, en una burbuja tejida por velas, blues y miradas que decían más de lo que las palabras podían.

Y cuando salieron del local, ya de madrugada, Nueva Orleans seguía latiendo alrededor. Pero Clara no caminaba igual. Sus pasos eran un poco más firmes. Su pecho, un poco más liviano.

No era amor aún. Pero era el inicio de algo.

Y eso, en una ciudad como esa, ya era suficiente magia.




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