Bajo los Faroles de Bourbon Street

Capítulo 7: Sombras y Secretos

El calor de Nueva Orleans no daba tregua ni siquiera al caer la noche. Las calles seguían llenas de vida, y el aire olía a especias, ron y promesas que no siempre se cumplían.

Clara y Liam caminaron sin rumbo fijo, como si no necesitaran destino mientras se tuvieran el uno al otro. Habían terminado de compartir un helado de praliné y, entre risas y confesiones suaves, sus manos se rozaban con una naturalidad que ninguno se atrevía aún a convertir en certeza.

—¿Tienes algún lugar favorito aquí? —preguntó Clara mientras bordeaban una calle con faroles antiguos.

—Sí —respondió Liam—. Pero no lo comparto con cualquiera.

—¿Y yo soy “cualquiera”?

Liam la miró. Sus ojos tenían ese brillo difícil de clasificar, entre ternura y peligro.

—Tú eres... otra historia.

Siguieron caminando hasta llegar a un callejón apenas iluminado. Una vieja reja oxidada marcaba el acceso a un patio interior, oculto del bullicio. Liam empujó la puerta, que crujió como si despertara de un largo sueño. Entraron.

Era un antiguo jardín, medio abandonado, con un banco de piedra bajo una parra enredada. El lugar olía a tierra húmeda y jazmín. Sobre sus cabezas, solo el cielo nocturno y las copas de los árboles.

—Aquí venía de niño —dijo Liam, sentándose—. Antes de que las cosas se volvieran... complicadas.

Clara se sentó a su lado, en silencio. Esperó.

—Mi madre solía traerme —continuó él—. Tocaba el piano. Tenía esta forma de convertir cualquier canción triste en algo hermoso. A veces me escondía aquí cuando discutía con mi padre. Aquí fue donde aprendí que el silencio puede ser más ruidoso que cualquier grito.

Clara lo miró, sin interrumpir.

—¿Y qué pasó?

—Murió cuando yo tenía trece años —dijo Liam—. Después de eso, dejé de tocar por un tiempo. Hasta que la guitarra me salvó. Es más fácil hablar a través de ella que con palabras.

Hubo un largo silencio, pero no era incómodo. Era denso, cargado de una intimidad nueva. Clara tomó su mano. No fue un gesto planeado. Fue instinto.

Y Liam no la soltó.

De regreso en la calle, un grupo de músicos improvisaba una pieza de jazz. Clara y Liam se detuvieron a escuchar, y entonces ocurrió. Una joven rubia de cabello rizado, vestida con una chaqueta de cuero y botas negras, se acercó con una sonrisa pícara.

—¿Liam Thorne? —dijo, sorprendida—. ¿Eres tú?

Él se tensó apenas. Clara lo notó.

—Hola, Riley —respondió él, incómodo.

—¡Hace siglos! Pensé que te habías ido para siempre. —Riley lo miró de arriba abajo con descaro—. Veo que sigues con tu aire bohemio. Siempre te quedaba bien.

Clara sintió una punzada en el estómago. Se obligó a sonreír.

—Hola —dijo, extendiendo la mano—. Soy Clara.

Riley la ignoró. Totalmente. Seguía mirando a Liam.

—Deberíamos vernos, tocar algo juntos. Como en los viejos tiempos.

Liam soltó una risa seca. —Ya no toco en los mismos lugares, Riley.

—Una pena —dijo ella, lanzándole una mirada cargada de subtexto—. Porque algunos recuerdos no se olvidan.

Y se fue, caminando como si acabara de ganar algo.

Clara cruzó los brazos.

—¿Ex? ¿Amiga? ¿O solo un mal recuerdo?

Liam suspiró.

—Ex. De cuando aún pensaba que el caos era interesante.

—¿Y ahora qué piensas?

—Que prefiero la calma que me hace temblar, como tú.

Clara quiso estar molesta, pero sus palabras la desarmaron. Aun así, no estaba lista para dejarlo pasar tan fácil.

—Pues espero que no tengas muchas “calmas temblorosas” caminando por aquí.

Liam sonrió, divertido.

—Solo tú, Vance.

Esa noche, Clara no pudo dormir. En su habitación de techos altos y cortinas de lino, se quedó mirando el techo, reviviendo cada gesto, cada palabra. La intimidad en el jardín, la visita inesperada de Riley, la forma en que Liam la miró después.

Se estaba enamorando. No era una fantasía adolescente ni un capricho de verano.

Era real. Y eso daba miedo.

Pero también, por primera vez en mucho tiempo, se sentía viva.




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