La noche la envolvió en un abrazo cálido mientras Valeria observaba a Tomás alejarse, sus pasos firmes pero tranquilos, como si supiera que el destino lo llevaría de vuelta a ella. Se quedó en la puerta de su edificio unos segundos más, sonriendo sin darse cuenta, antes de finalmente entrar.
Cuando llegó a su apartamento, se dejó caer en el sofá con un suspiro profundo. Miró su libreta sobre la mesa, el testigo silencioso de todo lo que había pasado entre ellos. La tomó con cuidado y la abrió, repasando las líneas que habían escrito juntos. Era curioso cómo cada frase parecía llevar un pedazo de lo que sentían, de lo que aún no podían decir en voz alta.
A la mañana siguiente, Valeria despertó con una sensación ligera, diferente. Ya no estaba el peso de la mentira, de la incertidumbre o del miedo. Se preparó con calma, disfrutando de cada momento, y cuando llegó a la oficina, encontró un café esperándola en su escritorio.
Sonrió al instante. Solo podía ser de una persona.
—Buenos días, Suárez —escuchó la voz de Tomás a su espalda.
Se giró para verlo apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y esa media sonrisa que ya le resultaba peligrosa.
—Buenos días, Ferrer —respondió ella, levantando la taza con una ceja arqueada—. ¿Intentando sobornarme con cafeína?
Tomás se encogió de hombros.
—Solo pensé que podríamos necesitar energía extra para escribir algo nuevo hoy.
Valeria rió, sintiendo que la historia que realmente importaba era la que estaban viviendo juntos.
El día transcurrió con una ligereza que Valeria no recordaba haber sentido antes en la oficina. Su trabajo ya no se sentía como una carga, y cada encuentro fortuito con Tomás era un recordatorio silencioso de lo que estaban construyendo.
Durante el almuerzo, Tomás se acercó a su escritorio con una expresión casual, pero con el brillo travieso en los ojos que ella empezaba a reconocer demasiado bien.
—¿Lista para nuestra siguiente sesión de improvisación literaria? —preguntó, apoyando una mano sobre su escritorio.
Valeria se inclinó hacia atrás en su silla, cruzando los brazos con una sonrisa desafiante.
—Eso depende. ¿Vamos a seguir con la historia de anoche o quieres empezar algo nuevo?
Tomás pareció pensarlo por un instante, luego tomó una servilleta de la mesa y sacó una pluma de su bolsillo.
—Hoy, tú escribes la primera línea —dijo, deslizándole la servilleta.
Valeria tomó la pluma y, sin dudarlo demasiado, escribió:
"No sabía si era un comienzo o una continuación, pero de cualquier forma, no podía detenerse."
Tomás leyó la frase en silencio y luego dejó escapar una leve risa.
—Interesante —comentó—. Es casi como si estuvieras hablando de nosotros.
Valeria se encogió de hombros con fingida indiferencia.
—Tal vez. O tal vez solo tengo una gran capacidad para el dramatismo.
Tomás negó con la cabeza, divertido, y escribió su línea debajo:
"A su alrededor, todo parecía igual que siempre, pero ella sabía que nada lo era."
Valeria lo miró, y por un instante, ninguno de los dos dijo nada. Solo sonrieron, porque en el fondo, ambos sabían que esta historia, la de ellos, apenas estaba comenzando.
El juego de palabras entre Valeria y Tomás se convirtió en un hábito sin que ninguno de los dos lo notara. Cada día, sin falta, se encontraban con una servilleta, un trozo de papel o incluso la pantalla de un teléfono donde continuaban su historia improvisada.
Una tarde, mientras Valeria revisaba unos documentos en su escritorio, encontró un sobre pequeño entre los papeles. Al abrirlo, descubrió una nota escrita con la caligrafía meticulosa de Tomás.
"¿Qué harías si esta historia no fuera solo un juego?"
El corazón de Valeria se aceleró. Miró hacia la oficina de Tomás y lo encontró observándola desde el umbral, con esa expresión serena que le era tan característica. No dijo nada, solo esperó.
Valeria tomó una pluma y escribió en el reverso de la nota antes de levantarse y caminar hacia él. Sin decir una palabra, le tendió el papel.
Tomás lo leyó en silencio.
"Entonces tendríamos que escribirla juntos, sin miedo al final."
Una sonrisa, lenta pero genuina, apareció en el rostro de Tomás. No necesitaban más palabras en ese momento. La historia que escribían juntos ya no estaba solo en servilletas o cuadernos. Estaba en cada mirada, en cada gesto, en cada instante que compartían.
Y esta vez, Valeria sabía que era real.