El despacho del duque de Cornualles olía a pergamino viejo, tinta y el suave aroma ahumado de una pipa que acababa de ser apagada. Era una estancia diseñada para la diplomacia silenciosa; o, como a Mariam le gustaba decir, "manejar las cosas por lo bajo".
Y es que había sido oyente de tantas arbitrariedades que pasaban en ese lugar, pero solo le quedaba fingir bajo una forzosa sonrisa que nada pasaba. A decir verdad, había escuchado cada cosa a hurtadillas, o cuando a muy altas horas de la noche se le antojaba algún que otro bocadillo. Si su padre se enterase de tal fechoría, estaba segurísima de la muy no grata reprimenda que se ganaría.
La brillante luz del alba se filtraba a través de los altos ventanales, proyectando largas sombras sobre los retratos ancestrales que adornaban las paredes. Sí, esos que la asustaban en sus travesías nocturnas a la despensa o cuando intentaba escabullirse en una de sus miles escapadas al pueblo.
Mariam se mantuvo erguida frente al escritorio de caoba, sintiendo el peso de cada uno de esos antepasados sobre sus hombros.
Su padre, el duque, un hombre cuya barba entrecana y ojos agudos que inspiraban un respeto casi reverencial, no la miraba con afecto paternal en ese momento, sino con la fría evaluación de un estratega.
—Te casarás con él. Ya está todo arreglado. Pasado mañana, anunciaremos vuestro compromiso en el baile conmemorativo del decimoctavo natalicio de su alteza el príncipe de Anglenia.
Mariam no se lo podía creer, le había rogado a su padre toda esa semana que cambiase de opinión.
A diferencia de sus padres, ella creía que casarse no lo era todo en la vida. Ella quería disfrutar su plena juventud aprendiendo nuevas cosas que a ella le gustasen; no esas cosas a las que se dedicaba una princesa o una reina, o por ejemplo una dama de alta alcurnia como ella, puesto que era la única hija de los duques más importantes y, si fuera poco, las personas más cercanas a la corona de Anglenia.
Aún recordaba las incontables conversaciones que había entablado con su padre para que considerase el hecho de que ella no quería formar parte de la familia real, de esa familia real, para ser más clara.
—Padre, te lo suplico, por favor, estoy segurísima de que hay muchas señoritas a las que les gustaría tener que lidiar con esta clase de problemas —replicó Mariam y, aunque tuviera la mayor de las razones. A su padre, el duque de Cornualles, no le hacía ni una mera gracia sus comentarios.
—¿Problemas, me decís? —argumentó su padre con un tono indignado. —¿Sabes cuántas desearían estar en tu lugar, jovencita?
Y en realidad, Mariam lo sabía, lo sabía perfectamente; desde que era una niña se le preparó para tal papel. Al parecer, sus padres, tanto los del príncipe como los de ella, lo habían planeado incluso antes de que llegasen al mundo. Lo cual, para ella, era una completa barbaridez.
Al parecer, para la no sorpresa de Mariam, sus padres y los del príncipe se habían conocido en una taberna hace muchos años atrás, cuando el rey Leopold era un simple cortesano común y corriente, y es que la historia de Anglenia es tan curiosa...
—Por eso mismo, padre, dejad que cumplan sus sueños. Y a mí dejadme cumplir los míos.
El duque, que lamentablemente carecía de un buen humor esos días, golpeó la mesa con la palma de la mano. El ruido sordo hizo que los jarrones de la repisa vibraran.
—¡Basta de insensateces, Mariam! —Su voz, normalmente medida, estalló en un alarido de frustración—. Tus sueños, como tú lo llamas, son incompatibles con tu deber. La corona de Anglenia y la estabilidad de Cornualles dependen de esta alianza. Es nuestra única defensa sólida contra la hostilidad de Valenoria y los posibles ataques de Whisperwood. Tu matrimonio no es un capricho, es una necesidad política, una que tu madre y yo hemos asegurado con un gran esfuerzo. No permitiré que tu... infantil rebeldía lo eche todo a perder. Acéptalo. Eres mi única hija, y harás lo que se espera de ti.
La frase, pronunciada con la naturalidad de quien comenta el clima, impactó a Mariam como un golpe físico. Aunque el rumor había estado circulando y el tema había sido evitado con mucho esfuerzo durante semanas, escuchar la confirmación directa, fue devastadora.
—Id a vuestra habitación. Vuestra doncella os tomará las medidas para el vestido del compromiso —aclamó su padre con un tono severo.
Dicho esto, su padre se dio media vuelta y salió del despacho, dejando a Mariam con el peso de su destino. Las palabras de su padre resonaban en sus oídos. "Acéptalo".
Mariam se quedó de pie, observando la puerta cerrada. No derramó ni una lágrima. El miedo que había sentido durante semanas dio paso a una firmeza inquebrantable. Su padre podría haberla sentenciado, pero ella aún no había pronunciado su última palabra.
(***)
Mariam salió del despacho y caminó por los largos pasillos del Palacio de Cornualles. El ambiente opresivo del despacho la siguió, y se sintió aliviada de llegar a la seguridad de su alcoba privada. Cerró la puerta con suavidad. Dentro, la habitación era un santuario de lujo, diseñado literalmente para una princesa; cortinas de terciopelo verde esmeralda caían pesadamente sobre las ventanas que daban a unos hermosos jardines con una fuente en forma ornamental; una chimenea crepitaba suavemente, llenando el aire con un suave olor a madera, un olor que hasta hoy le había parecido acogedor, pero que ahora olía a confinamiento.
Su doncella, Elara, una joven de su misma edad, pero quien además era su única amiga, la esperaba.
—El duque ha enviado esto, mi señora —murmuró, desplegando la tela. Era para el vestido del compromiso. La seda era fina, casi transparente, y parecía increíblemente pesada al tacto. Sabía que fue confeccionada por la modista real de Anglenia; para qué mentir, era un vestido precioso adornado con hilos de plata que prometían brillar bajo la luz de cientos de velas. Qué lástima tener que desperdiciar un vestido tan bonito, pensó.
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Editado: 19.12.2025