Risas.
Un dulce analgésico para una eterna agonía.
La melodía que devolvía la calidez a su torrente sanguíneo.
Una opresión en el pecho se extendía a través de sus brazos hasta explotar en la punta de sus dedos. El agobio era un recordatorio de que seguía con vida.
Las ganas de llorar continuaban presentes a cada segundo, un poco más controlables; algo que no pudo haber logrado sin la rutina que llevaba desde aquel trágico día.
Sus ojos ya no transmitían la jovialidad de antes, pero seguían brillando, estancados en el paisaje, la tristeza los sacudía junto a una juguetona pizca de admiración y envidia.
Suspiraba de forma casi inaudible, una pequeña inhalación y el aire salía con lentitud de entre sus dientes. Si se oía o no su cansancio, no le importaba; sabía que nadie se acercaría, que nadie preguntaría a qué se debía la falta de vitalidad en todo lo que hacía.
¿El adiós dolerá así para todo el mundo?, se preguntaba, aún con la vista fija en el precioso panorama detrás de los ventanales. Una utopía se desarrollaba ante sus ojos; pequeños querubines revoloteaban alrededor de una campiña teñida del más puro de los verdes. Chillaban. Gritaban. La ingenuidad restregaba su superioridad en el rostro de la agonía.
Por un segundo, se preguntó si la inocencia que los consumía los impedía de ser visitados por la nostalgia.
¿Solo yo tengo esta desdicha tan enterrada en el pecho?, volvió a preguntar en su cabeza y aunque las palabras no fueran pronunciadas a viva voz, podía sentir la gota amarga de auto compasión y egoísmo en el centro de su lengua. La mordió y bajó la mirada.
No los culpaba. Su inocencia seguía intacta, mas no por su edad, sino por la falta de crueldad. Tenía claro que la agonía no llegaba con el transcurso del tiempo, sino con las desgracias que la vida arrojaba al azar.
Sentía la boca seca y un nudo se situaba en el centro de su garganta. El llanto llamaba y tan rápido sintió el ardor de las lágrimas, pegó su mirada en el panorama. ¿Cuánto tiempo se quedaba con la mirada fija? Variaba. En días donde el despertar se volvía más pesado, pasaba mañanas completas absorbiendo con envidia la felicidad ajena, pero cuando gozaba de un poco de piedad, se unía al paseo y las risas dulcificaban con más intensidad sus sentidos.
Continuó por unos minutos hasta que las risas se hicieron más cercanas.
Risas.
Sonidos dulces que emanaban de dos criaturas ajenas a la existencia del resto del mundo.
Siguió con su rutina, sus vestigios inconscientes.
Volvió a bajar la mirada, sus manos el punto fijo; pálidas, delgadas, con pequeñas manchas que el paso de los años le había regalado. Giró el anillo en su dedo. Una. Dos. Tres veces y suspiró. Lo detalló de memoria, acariciando la preciosa gema en el centro; cada raya, cada rincón acariciado por el sol, cada marca que registraba una memoria condenada.
Se aferró a ella como un escudo protector.
—Te extraño —susurró. El dulce sonido nuevamente llegó a sus oídos y, entonces, se corrigió—. Te extrañamos.
Sus hombros cayeron, sin ser consciente de la tensión que cargaban; las comisuras de sus labios apenas se elevaban formando una pequeña sonrisa a duras penas.
No era un gesto amplio, se trataba, más bien, de una sonrisa cansada, propia de alguien preparado para despedirse.
Risas.
Volvió a levantar la mirada, una pequeña chispa se encendió en sus ojos azules.
—Ella es tenaz, tan terca como una puerta y tan frágil como el cristal. Dejó su desgracia a un lado para cobijarlo en sus brazos y aunque al principio él se ha negado, se cobijó por completo en ellos —susurró para nadie en especial—. Nuestro chico está a salvo, cariño. Lo cuidará tanto como nosotras nos esmeramos en hacerlo. Encontró a su compañera, amor.
Acarició el espectáculo con una mirada soñadora y halló respuestas a su constantes preguntas.
—Lo lamento. Algún día dejará de doler, Demian. Espero que puedas perdonarme.
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Editado: 30.01.2019