Ver el nuevo mundo desde los ojos de un humano era algo que Adam no esperaba en Adarlan. Era consciente de los innumerables peligros que aquel mundo traía consigo para alguien mortal como él y Rose. No existía respeto alguno por los humanos; había presenciado el odio que su hermana había recibido gracias al príncipe, y deseaba tantas cosas en ese momento que tuvo que reprimir.
No poseía el poder suficiente para enfrentarse a ellos.
Esa era la misma razón por la que no alejaba a Joyce de su lado. La joven fae ya había demostrado no ser de confianza, y cuando se enteró de que en realidad era una princesa prometida, fue decepcionante. Adam creía que los faes no podían mentir, pero sin duda eran hábiles tergiversando las situaciones para que sus omisiones pasaran desapercibidas. Podía decirse que eran mentiras por omisión.
Había llegado a la conclusión de que solo usaría los poderes de Joyce para recuperar a su hermana y luego se largaría de aquel lugar lo más pronto posible. Había decidido mentir a Joyce para evitar que rompiera su promesa de salvar a Rose, por eso dijo que encontraría la forma de que todos salieran de allí, cuando en realidad no le interesaba en lo absoluto. Joyce había mentido por omisión y le seguía molestando; ahora le tocaba mentir a él. Aunque Adarlan fuera como estar en un sueño, hermoso y a la vez difícil de creer, no podía dejar de pensar en las visiones que le dio ese fae desconocido.
En ese momento, comprendió el peligro que representaba un ser humano en manos de un fae.
Después de ese espectáculo por parte del príncipe, Adam entendió que no les quedaba mucho tiempo para salvar a Rose. Llevaban al menos dos días en ese lugar sin lograr mucho. Joyce le había comentado que el palacio estaba cerca, un poco más allá del centro donde se presentaron. Esa noche debían encontrar algún lugar donde poder esconderse.
No tenían muchas opciones, ya que muchas personas conocían a Joyce y sería casi imposible que Adam se presentara; todos sabrían de inmediato que era un humano. Caminaron por varias calles buscando un lugar donde poder descansar.
Finalmente encontraron un sitio en lo que parecía un parque. Había unos cuantos callejones solitarios sin salida y los techos de las casas proporcionaban suficiente sombra tanto de noche como de día, así que pudieron resguardarse allí. Adam se sentó apoyado en la pared, y frente a él estaba ella. Observó que parecía cansada y una cierta tristeza enmarcaba su bonito rostro.
A veces Adam olvidaba su belleza hasta que volvía a mirarla de cerca, y entonces lo golpeaba de nuevo. Se sentía atraído por ella, podía sentirlo, pero sabía que no era correcto. Eran de diferentes mundos; ella era una princesa que había huido de su hogar en busca de un propósito, mientras que él... seguía siendo un chico humano que apenas lograba comprender toda esa situación. Joyce debió notar su inquietud porque habló en voz baja:
—Estará bien, Adam. Lo prometo.
Sus palabras sonaban sinceras, aunque él ya no estaba muy seguro. Después de todo, los faes parecían ser expertos en encantar a la gente. Sus ojos volvían a tener ese característico brillo púrpura, tan inusual y al mismo tiempo fascinante. En la oscuridad de esa noche, parecían dos estrellas.
Por primera vez, una duda embargó su mente.
—Si siempre estuviste destinada a convertirte en reina, ¿por qué no quisiste serlo?
Hubo un minuto de silencio. Joyce había cerrado los ojos; sus largas pestañas se destacaban incluso en la oscuridad.
—Hubo un tiempo en el que realmente quise ser reina.
—Entonces, ¿qué pasó?
Ella alzó los hombros.
—Mi vida parecía perfecta, como la historia de una película. Pero fue en gran parte porque desconocía muchas cosas.
Su mirada se desvió hacia el oscuro cielo, como si recordara algo más pero se rehusara a decirlo en voz alta.
—Mis padres... la crueldad de las cortes. Siempre supe que odiaban a los humanos, pero nunca supe de su crueldad hasta que lo viví en carne propia —continuó, y su cuerpo se estremeció ante el recuerdo.
Adam no insistiría, a menos que ella quisiera contarlo.
—Entiendo. Pero, si viste aquella crueldad, ¿nunca pensaste en que convertirte en reina podría quizá cambiar las cosas? Quizá podrías hacerles ver a tu especie que los humanos no son malos.
Ella lo miró directamente con esos ojos brillantes y algo atemorizantes a la luz de la luna. Parecía dudar sobre qué responder.
—No lo sé. Los cambios en Adarlan no siempre se consideran buenos. Los fae tenemos una forma de pensar muy inflexible. No estoy segura de que me escucharían, al menos no a alguien tan joven como yo.
De alguna forma, las ideas y costumbres en el mundo de las hadas no parecían muy diferentes al mundo de los humanos, pensó Adam. En ambos mundos parecían existir brechas entre razas o especies, como si los seres vivos tuvieran la necesidad de separarse por el simple hecho de nacer con aspectos físicos diferentes.
Los fae odiaban a los humanos porque los consideraban débiles. Debía ser una idea que les tomó años formar y, al igual que los seres humanos entre razas, seguían teniendo prejuicios en su contra.
Eran dos mundos opuestos que tenían similitudes; si tan solo alguien se detuviera a analizarlo, quizá muchos problemas se solucionarían.
De algo estaba seguro Adam: las mentes inflexibles nunca iban a propiciar cambios. Pero Joyce y su empatía por los humanos podían ser algo distinto. Ella no era como todos ellos.
—Quizá ellos sean inflexibles, pero no creo que tú lo seas. Si decidieras hablarles, puede que te escuchen. Podrías convertirte en una gobernante que haga un cambio; solo alguien que puede pensar como tú sería capaz de hacerlo.
Joyce pareció sorprendida por aquel comentario, como si no estuviera acostumbrada a los cumplidos. Adam se preguntó si incluso ella, como princesa de las hadas, recibía comentarios agradables.