La corte de hielo lucía igual que la última vez que Joyce la había visitado. No era un sitio que precisamente le gustara. Durante toda su infancia, sus padres le recordaban constantemente que ese lugar algún día se convertiría en su hogar, cuando se casara con Dristan.
La idea no la emocionaba en lo absoluto, sobre todo porque aquel castillo parecía estar hecho para personas tan rígidas. La corte de hielo estaba impregnada de reglas extremas e ideas anticuadas incluso para el mundo fae.
El fae de alas azules los llevó en la carreta por la parte trasera del castillo y los obligó a bajar. Luego entraron por lo que debían ser las cocinas. Faes de todo tipo corrían de un lado a otro, ocupados con las tareas cotidianas para sus cortesanos. No le asustaba encontrarse de nuevo con Dristan; sin embargo, lo que realmente la ponía nerviosa era la presencia de Adam.
Si había algo que odiaban con fuerza en la corte de hielo, eran a los humanos. Les encantaba hacerlos sufrir, jugar con ellos como si fueran simples juguetes. No había ningún respeto por ellos.
Adam permaneció sentado al lado de Joyce, observando con ojos curiosos cada paso que daban. Por suerte, todavía ningún fae había notado su aspecto mortal, aunque eso solo era cuestión de tiempo. Una vez que lo notaran, harían hasta lo imposible por llevárselo y jugar con él.
Joyce miró a todos lados, buscando una idea o algo a lo que aferrarse para proteger a Adam. El fae debió notar sus intenciones porque la jaló del alambre con dureza y ella gimió de dolor. Adam la miró con preocupación.
—No es necesario que sea tan rudo con ella —comentó en un tono frío.
Joyce no podía creer que tuviera el valor de defenderla, especialmente frente a un fae.
Este se rió fríamente.
—Deberías abstenerte de hablar, mortal. Si quieres seguir vivo.
—Me parece que de cualquier forma ustedes encontrarán un pretexto para hacerme daño —respondió con sus ojos desafiantes.
—Adam... —Joyce se detuvo, suplicándole con la mirada. Ella no podía protegerlo, no con esas cadenas que neutralizaban sus poderes.
Adam pareció un tanto desconcertado, pero asintió con la cabeza.
Después de varios minutos caminando por pasillos largos y bajando escaleras, llegaron a una zona subterránea. Joyce supuso que ese lugar debía ser la zona de calabozos. Y así era, estaban en una zona llena de celdas de aspecto sucio y barrotes de hierro. El fae los puso a cada uno en una celda, uno al lado del otro.
Antes de dejar entrar a Joyce, el fae le quitó el alambre, el cual no sería necesario ya que los barrotes mismos impedirían que ella usara sus poderes.
El fae desapareció en la oscuridad.
Adam buscó con la mirada a Joyce.
—Tus muñecas... —señaló.
Joyce notó el tono rojizo que se formó gracias al hierro que le quemaba hacía un momento. Le ardía demasiado, pero ya había estado acostumbrada a ese tipo de dolor desde hace tiempo.
—Estoy bien.
Adam pareció molesto.
—¿No se supone que los fae no pueden decir mentiras?
No había mentido en realidad, dijo algo que para ella era considerado una verdad aunque no lo pareciera.
—Sé que puede parecer que miento, pero es verdad. Estoy bien. Desde pequeños siempre nos han obligado a tocar el hierro como una forma de desarrollar tolerancia al dolor que nos genera, no podemos permitirnos sentir dolor así que debemos soportarlo. Aunque tenía ya varios años sin sentirlo, puedo soportarlo.
El joven parecía sorprendido. Como si acabara de decirle la situación más descabellada del mundo.
—La tolerancia al dolor solo debe funcionar si primero sufres demasiado. ¿Qué tanto tuviste que sufrir para que el dolor se sintiera tan sordo?
Joyce recordaba cómo desde niña debía aguantar horas con cadenas de hierro, incluso cuando se sentían como brasas calientes. Sus manos y muñecas quemaban y le dejaban ampollas, pero sus padres la miraban mal si ella se atrevía a quejarse.
No era usual que los faes fueran cobardes. No lloraban, tampoco se quejaban. Los criaban como guerreros, listos para la batalla.
—Mucho —miró hacia otro lado, sintiendo sus mejillas calientes de repente—. No tenía permitido mostrar mi dolor, de otra forma se impondrían castigos peores.
—Nadie debería tener que acostumbrarse al dolor, Joyce. Ni siquiera los faes.
La joven lo miró a través de los barrotes, Adam con su expresión amable. Con aquella sensatez que caracterizaba a los humanos, pensando con el corazón y no con la lógica. Ojalá Joyce también pudiera guiarse con sus emociones y no con su cerebro, pero en aquel mundo no podía permitírselo.
¿Entonces por qué cuando él se preocupaba por ella y decía esas cosas tenía el instinto de querer abrazarlo?
Su corazón latió fuerte en su pecho.
Últimamente no estaba actuando con mucha lógica cuando se trataba de él.
—Quizá no. Pero a veces pasa tan constantemente, el sufrimiento, tantas veces que comienza a ser mudo. Aquel dolor que una vez pensabas te iba a matar, te acostumbraste tanto a él que ya no surte su mismo efecto.
Se quedaron en silencio, observándose el uno al otro, como si acabaran de descubrir una capa entre ellos y ahora estuvieran más cerca. ¿Cómo podía sentir más conexión con un humano en unos días que lo que ha sentido por otros faes en años?
Un ejemplo de ello era su relación con sus padres, la cual parecía ser más frágil que el cristal.
Había crecido en un mundo donde los abrazos, el afecto no eran algo normal. Tenía que ser siempre fuerte, no llorar y soportar cualquier carga que le pusieran. Esa era la forma de vivir de un fae, asumir tu responsabilidad y no esperar nada a cambio.
Ella era la princesa de su corte y debía casarse, debía aceptar a cualquier persona incluso si no había afecto de por medio. A su mente vino un recuerdo de su madre, una de las pocas veces que admitió algo ante ella.