Según los informes que Dasyle le proporcionó a Rose, Dristan había estado ocupado toda la tarde con algo; por lo tanto, no encontró motivos para ir a molestarla. Desde aquella extraña conversación que escuchó en el comedor, estaba segura de que el príncipe fae la evitaba. A pesar de eso, y de que ella renunció a su única arma para luchar, Dristan no hizo nada.
No le preguntó por qué, ni intentó burlarse de ella. Tampoco la castigó.
El príncipe fae estaba actuando de manera muy extraña.
Permaneció en su habitación, tratando de pensar en otra cosa, como escapar. Debía llevar al menos una semana en aquel lugar y seguía sintiéndose impotente. No sabía si su hermano seguía vivo, ni si Joyce lograría llegar a ella. ¿Era posible confiar en esa fae?
Lo que sabía hasta el momento sobre los faes era que eran engañosos, con esa belleza que portaban. No podían mentir, pero era fácil engañar con cosas como la apariencia y un gesto amable, hasta que Dasyle, la doncella que la vestía, demostró ser diferente.
Se miró de nuevo al espejo. Llevaba un vestido blanco perla que se ceñía a su cintura en conjunto con un corsé verde. Las mangas eran abullonadas, de ese estilo medieval que veía en las películas de época. También la habían peinado con trenzas, y Dasyle insistió en que usara unas flores entre sus mechones. Rose pensó que parecía sacada de un cuento de Disney, uno de princesas. Lo gracioso del asunto era que esto no era un cuento para ella, sino más bien una pesadilla.
¿Cómo podía verse bien y al mismo tiempo sentirse en medio de un huracán?
Extrañaba su vida mundana, mortal como ellos decían.
Respiró hondo mirando hacia la ventana. Los jardines de ese palacio parecían hermosos, un sueño. Una fila de centinelas iba caminando por ellos, cargados de armas como si hubiera un peligro muy grande dentro del palacio. ¿Era posible que Joyce y Adam...?
Le asustaba la idea. Si Dristan encontraba a su hermano...
En ese momento, la puerta de su habitación se abrió y Dasyle entró con una bandeja de comida. En la bandeja había pan, queso cortado y todo tipo de carnes. El estómago de Rose rugió de hambre. Lo único destacable de ese lugar era la comida, la cual era exquisita. Comenzó a comer, tratando de ignorar por unos minutos todos sus problemas. Todo iba bien hasta que notó el nerviosismo de su doncella, quien caminaba de un lado a otro, inquieta.
Rose frunció el ceño.
—¿Dasyle, estás bien?
Quizá no era la persona más perspicaz en cuanto a los faes, que solían ser impredecibles, pero era obvio que la joven fae estaba nerviosa. Sus ojos la miraron y su respuesta fue inmediatamente honesta:
—No, señorita.
Era probable que su doncella quisiera mentir, pero le era imposible dada su naturaleza. Así que debía ser cierto eso de que los faes no podían mentir.
—¿Qué pasa? —preguntó Rose, su curiosidad creciendo ante la evidente angustia de Dasyle.
Dasyle negó con la cabeza, su rostro adquiriendo un matiz rojizo por la tensión.
—Por favor, no insista —rogó, pero sus palabras solo sirvieron para avivar la curiosidad de Rose. Era obvio que lo que la atormentaba era importante, dado el visible esfuerzo de Dasyle por formular una respuesta coherente. ¿Sería ese el castigo por no decir la verdad al instante cuando se les hacía una pregunta?
—Tienes que decirme, te está haciendo daño no hacerlo —insistió Rose, percibiendo el profundo conflicto en Dasyle.
A pesar de sus intentos por resistirse, los labios de Dasyle temblaron, y finalmente, las palabras se derramaron de ellos en un susurro apenas audible.
—El prín... príncipe los ha capturado —confesó, y con esas palabras, el tenedor que Rose sostenía cayó de su mano, impactando contra el suelo.
El miedo que había estado apretando el pecho de Rose desde su llegada a Adarlan, el terror de que Dristan pudiera lastimar a Adam, parecía estar a punto de materializarse. Ella negó con la cabeza, incapaz de aceptar la noticia.
—¿Dónde están, Dasyle? —demandó saber, su voz resonando con una seriedad inesperada, como si un mecanismo automático se hubiera activado dentro de ella.
Las lágrimas comenzaron a brotar en los ojos de Dasyle mientras negaba con la cabeza, claramente luchando contra las órdenes de no revelar más.
—Señorita, por favor...
Pero era evidente que estaba intentando no decir lo prohibido.
—¡Dilo, Dasyle! —exigió Rose, la tensión palpable en el aire.
En un acto de desesperación, Dasyle se dio una cachetada y sollozó, una reacción que dejó a Rose petrificada. Sin pensar, se levantó y agarró a Dasyle por los hombros, mirándola con ojos llenos de terror.
—¡Dímelo, por favor! —suplicó, esperando contra toda esperanza que Dasyle fuera la excepción a la regla que los fae no podían romper.
Con los ojos ahora rojos por las lágrimas y un miedo palpable en su mirada, Dasyle finalmente cedió.
—En la sala del trono, están en la sala del trono —susurró, aterrorizada por las consecuencias de sus propias palabras.
Rose comprendió de inmediato la gravedad de la situación. Un fae no podía mentir, y Dasyle se había visto obligada a hablar para mantenerse con vida. Eso podría considerarse traición, y la doncella podría enfrentarse a graves consecuencias.
—Escúchame, tú no puedes mentir. Pero yo sí, ¿de acuerdo? No dejaré que se enteren de que me dijiste la verdad. Tengo que salir de aquí, así que la única forma de hacerlo es...
La idea le revolvía el estómago a Rose, llenándola de culpa, pero era la única manera de proteger a Dasyle. Debería inventar una verdad que, al menos en parte, justificara la acción.
Con un asentimiento de entendimiento, Dasyle aceptó el plan. Rose, con pesar, se vio forzada a golpear a Dasyle, esperando no causarle demasiado daño. Si conseguía dejarla inconsciente...
Por suerte, Dasyle actuó conforme al plan. Ahora, el desafío inminente para Rose era evitar a los centinelas que patrullaban los pasillos.