Regresar a las antiguas costumbres de Adarlan fue algo raro para Joyce, que se había acostumbrado al mundo mortal. Dristan había decidido que debía estar presentable para la llegada de sus padres, así que durante las últimas horas, ella tuvo que dejar en la sala del trono a Adam con la esperanza de que el príncipe fae cumpliera su palabra de no matarlo si ella hacía lo que decía.
Un grupo de doncellas estaban trabajando en ella y su nuevo vestuario.
Joyce dejó que la vistieran y arreglaran mientras pensaba en sus padres. La última vez que los vio ellos estaban tan decepcionados de ella que deseó nunca volver a Adarlan. Había crecido con la creencia de que algún día sería más que una princesa, que su futuro estaba unido al de la corte de hielo al ser opuestos. Desde que tenía uso de razón, le habían enseñado sobre la historia de su país, como las dos cortes estuvieron a punto de destruirse la una a la otra. Solo los años, el tiempo y la inteligencia de sus líderes había logrado que Adarlan estuviera en paz.
Lograr que ambas cortes se unieran era algo que en su momento sonaba imposible, con el trato y compromiso de Dristan y Joyce ahora era una realidad. Joyce sabía que unir a las cortes era un golpe de poder, no solo para Adarlan sino a sus gobernantes. El fuego y el hielo, dos elementos opuestos destinados a destruir uno al otro, podían formar algo poderoso en su unión. Nadie estaba seguro de que clase de poderes generaría, pero sería algo histórico. Una combinación de dos estaciones, un mundo diferente.
Para Joyce solo eran poderes, porque los faes estaban obsesionados con ellos. No le importaba tener una corona ni más poderes.
Cuando las doncellas terminaron con su atuendo, Joyce sintió que había regresado en el tiempo, a aquel día en el que la nombraron heredera única de la corte de fuego. Sus padres hicieron una celebración en grande e invitaron a toda la corte al palacio. Todo tipo de fae se encontraba ahí para ver a la princesa heredera tomar su lugar en el mundo. Su vestido había sido diseñado con estampados de llamas en él y mangas largas, como si la tela también quemara. Era la hija del fuego.
Todos se inclinaron ante ella y Joyce quizá sintió regocijo. Se sintió poderosa sin la necesidad de usar sus poderes y eso la hizo sentir diferente, le gustaba más.
Su madre, quien compartía su color de ojos café como el caramelo, la miró orgullosa.
—Serás lo mejor que le pasó a Adarlan en mucho tiempo, de eso estoy segura —le dio un beso en la mejilla.
En aquel entonces, Joyce tan solo tenía dieciocho años. Su padre que era menos afectuoso le dio una sonrisa también.
—Nuestra hija está destinada a la grandeza.
Para Joyce esas palabras significaban demasiado, teniendo en cuenta el poco afecto que recibía de ellos desde niña. Siempre quiso la aprobación de sus padres y si eso los hacía felices lo haría.
La coronación fue perfecta, todo ese día lo fue hasta que la sala del trono aplaudió. Joyce no sabía de que e perfecta hasta ese momento, donde Joyce por primera vez notaba algo extraño en su mundo. Los fae comenzaron a aplaudir en la sala, como si se rieran de algo. Entonces entraron a la sala un conjunto de centinelas cargando con una persona, no era un fae sino un mortal.
Era un hombre de aproximadamente setenta años. Su cabello era gris y parecía estar al borde de la inconsciencia. Lo dejaron caer sobre el suelo como si nada.
—Princesa, traemos de regalo un mortal para que usted haga lo que desee. Es muy divertido verlos bailar hasta el cansancio —comentó uno de los faes del reino con una sonrisa malévola.
Joyce se quedó sin palabras. Era la primera vez que veía a un mortal en Adarlan, siempre había escuchado pestes de ellos, pero ese hombre parecía lejos de ser malo como lo pintaban. Tenía golpes en la cara y su ropa apenas era un conjunto de harapos rotos.
Sus padres sonrieron como si aquel fuera el mejor regalo de todos, Joyce no podía dar crédito a aquello. Estaba horrorizada por dentro, sin embargo, no podía demostrarlo. Los faes no podían mentir, si ella hablaba en ese instante diría una verdad que incomodaría a todos.
No podía pronunciar las gracias, era una mentira intentando salir de sus labios y lo sabía. Comenzó a sentirse mareada, todo daba vueltas mientras los demás esperaban su respuesta. Ignorando su malestar, decidió decir:
—Yo...no sabría que hacer con él —era la verdad.
Los otros faes del reino sonrieron y todos parecieron dispuestos a demostrar un juego. Del banquete, había frutas de todo tipo, ningunas aptas para un mortal. Le dieron una fresa a aquel mortal y entonces el hombre empezó a convulsionarse. Todos empezaron a reírse incluso sus padres.
Algo dentro de Joyce le impidió ver más, solo pudo gritar: ¡Basta!
En aquel momento, ella fue la única fae que parecía horrorizada de aquel espectáculo. Pero como era de esperarse, sus padres no estuvieron contentos con esa decisión así que la obligaron a mirar aquella tortura. El hombre sobrevivió varias horas, mientras los fae jugaban de todo con él como si fuera un cascarón roto. Hasta que eventualmente murió.
—Ese hombre entró a nuestras tierras, debe ser castigado y tienes que entender eso, Jessalyne. Todavía eres joven, en el futuro lo comprenderás —habló su padre.
Esa noche Joyce no pudo dormir porque en sus pesadillas estaba ese hombre, suplicando que le dejaran vivir. Tampoco pudo seguir viendo a los fae de la misma forma.
Ahora tendría que ver cara a cara a sus padres, los reyes de la corte de fuego. Sabía que ya no era la misma niña que antes, no tenía miedo de enfrentarse a ellos, pero la otra parte la parte más escondida de su corazón todavía deseaba que ellos la quisieran.
Los centinelas la guiaron al comedor del palacio donde ya estaba Dristan con ellos. El vestido comenzó a pesarle mientras caminaba. Habían elegido un vestido en tonos color vino y dorado, los colores de su corte. Esa era una de las costumbres si los reyes se presentaban. El corset era negro y se ajustaba a la perfección en su cintura. Era como si esas doncellas hubieran estado esperando el momento para vestirla.