Balada del diablo y la muerte: una triste canción de amor

CAPÍTULO I pte.1 - EN UN LUGAR SIN DIOS

Después de un profundo sueño, como aquellos que dejan que el tiempo se escurra entre las sabanas y la delgada línea que se esconde entre el descanso y un despertar perdido, la rigidez en sus músculos le advierte que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvo la dicha de mirar el sol de frente. Así, aún inmóvil y sin intenciones de abrir los ojos, se sabe perdido y solo en ese eco lejano que precede al despertar consciente, pero que indica que ya no se halla dormido, sino en un estado intermedio entre la voluntad y la cómoda decisión de no obedecer al llamado del día.

Con todo, poco tiempo pasa cuando algo extraño le llama, algo familiar y aterrador a la vez.

Antes de abrir los ojos, un instante siquiera antes de decidirse a comenzar un nuevo día, el eco no tarda en disiparse para dar paso al desconsolado llanto de una mujer muy cerca de él, tanto que casi puede imaginar el calor de su aliento cada vez que gime y solloza repetidamente. Aquello le perturba, pero aún más le intriga el motivo de aquel llanto que no se encuentra allí en soledad, si no que es acompañado por sutiles sollozos de otra voz femenina que se escucha un poco más en calma que la primera, una voz que, con una notada certeza, intenta consolar de algún desconocido dolor a quien inquieta la mente de uno que aún no se decide a dejar de soñar.

Así, sobrecogido, el extraño llanto causa en él un escozor que pronto le hace abrir los ojos con la intención de dar un repentino salto desde su cama para alejarse de aquel y observar la procedencia de tan particular sonido, pero no puede, pues la misma rigidez que ha sentido desde un principio le impide hacer más que observar una luz que le ciega por un instante antes de revelar sobre él las hojas de un árbol que bailan coquetas a una cierta altura mientras la luz se filtra desde el cielo hasta su rostro. Con ello, el temor no tarda en apoderarse de su mente cuando, de forma tan repentina como ha comenzado a escuchar a las mujeres que sufren junto a su lecho, comienza a oír no muy a lo lejos la voz grave y marcada de un hombre que, en un tono dolido y monótono, pareciera recitar versículos en un contexto que, con justa razón, le asombra y perturba por igual.

Así, al tiempo que intenta mover con desesperación su cuerpo dormido, oye con cada vez más claridad la voz del hombre y los lamentos de ambas mujeres.

– El justo, aunque muera prematuramente, hallará descanso; porque la edad venerable no consiste en tener larga vida ni se mide por el número de años.– Pronuncia aquel desconocido en tono sereno y calmo mientras continúa.– Vivía entre pecadores y Dios se lo llevó; se lo llevó para que la malicia no pervirtiera su conciencia, para que no se dejara seducir por el engaño, pues la fascinación del mal oscurece el bien y el vértigo de las pasiones pervierte a las almas inocentes.

Aquello, que otrora generó en él un sentido rechazo al ser relativo a la palabra de un Dios en el cual no creyó en sus días, ahora no hace, sino acrecentar en él un desconcierto que le sume en el pavor y el instinto más primitivo que puede sentir un animal: huir de lo desconocido.

Con pesar, al oír una tras otras las palabras del hombre que mueren lentas y constantes en los minutos que pasan, no tarda en advertir, desconcertado, que aquel contexto en el que se sabe inmerso sin su consentimiento no es otro que el de un funeral. Así, todo aquello que oye mientras se halla inmóvil, cada versículo, cada sollozo y cada golpe junto a él, con rapidez le hacen comprender también que ya no se encuentra en su cama, pues aquellas ramas que se alzan ante sus ojos y la luz que desciende sin clemencia sobre su rostro se deben a que, de manera inesperada se encuentra dentro de un ataúd al aire libre, no pudiendo hacer más que asumir que ha despertado en un desconcertante "último adiós" que aquellos cercanos a él le brindan en su hora final. Y, es que, aquella epifanía es tan sólida como la madera que resuena a su lado cuando algún ser atormentado por su partida golpea entre llantos las tablas de su excéntrico e inesperado camastro.

Así pasa el tiempo, oyendo palabras y contando los minutos que pasan mientras trata de mover una a una sus extremidades dormidas y pesadas, rogando poder hacerlo antes de que cierren la única compuerta que le permite ver hacia el exterior, pues, aun cuando ya lo ha intentado, sus gritos no son respondidos por ser alguno; como si, a pesar de estar allí, encerrado en ese manojo de tablas barnizadas y decoradas por un sin número de flores de distintos colores, nadie pudiera notar que aún permanece despierto.

Al rato, y mientras aún oye la voz del sacerdote, pues comprende que aquel hombre que habla en solitario no puede ser sino aquel que preside tan confusa liturgia; su temor es disipado con levedad cuando nota que sus manos y su torso ahora responden, con dificultad, a su voluntad, intentando con torpeza mover el cristal que le separa del mundo exterior para descubrir con un dejo de asombro, pero pasmado con tal situación, que sus dedos atraviesan la delgada capa transparente de vidrio como si no estuviera allí. Pero, a pesar de todo, aquello, que no es ignorado, no deja de ocupar un segundo plano en lo que cabe de su actual situación, pues, así como ha logrado elevar sus manos y atravesar el cristal, pronto se arrastra con una marcada dificultad sobre el blanco terciopelo que recubre el interior del ataúd, sentándose para observar aquello que solo podía oír en un comienzo.

A su alrededor, un pequeño grupo de personas acompañan su ataúd, formando un semicírculo que le permite distinguir con claridad el rostro de cada uno de los asistentes que no se hallan mirándolo, sino que unos mantienen un silencio inmutable mientras observan como el sacerdote habla dándole la espalda al féretro, siendo el único que se encuentra separado del grupo; y el resto, que son solo su hermana y madre, mantienen el rostro con dirección al suelo mientras, ahora, lloran en silencio.



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En el texto hay: demonios, romance, amor

Editado: 14.11.2024

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