Balas de Humo

1: RUBIA HASTA LA MÉDULA

Caminaba despacio: tacones altos, faldita corta, chaqueta negra de cuero y rubia hasta la médula. Ocupó una silla junto a la barra e hizo que le sirvieran del mejor whisky que existía en el bar. Arrancó el vaso de la mano al cantinero y bebió como si tuviera sed. Suspiró profundamente y sus ojos se perdieron en las cosas que tenía a su alrededor. Parecía cansada.  

—¿Quién es la rubia? 

—No lo sé, es la primera vez que la veo —respondió la camarera, al momento que dejaba caer una colilla de cigarrillo dentro de una botella de cerveza—. ¿Te gusta?

—Me parece bonita. 

—¿Más bonita que yo?

Charlie se volvió para mostrarle su sonrisa. Se encontraba sentado sobre un sillón rojo de polipiel, frente a una mesa redonda sobre la que había dos botellas vacías de cerveza y una copa de vino tinto. Teresa, la camarera, ocupaba un sillón a su derecha. 

—¿Celosa?

—Eso quisieras, Calhazo, eso quisieras.

Charlie Calhazo regresó su mirada hacia donde estaba la rubia, sus ojos se encontraron con los de ella. Le ofreció la que suponía era su mejor sonrisa pero ella no mostró interés. En cambio, volvió a levantar el vaso de whisky y lo puso en sus labios. Esta vez, bebió con los ojos cerrados, despacio, dejándose envolver por la luz tenue de la estancia; abrazando en un prolongado suspiro el lounge ligero que se escuchaba de fondo. 

—Ya deja de mirarla, Calhazo, harás que se espante.

—¿Tu qué opinas? —Inquirió, lanzando azuladas volutas de humo que sacaba de su cigarro—, ¿crees que se trate de una puta?

Teresa se detuvo un instante para observar a la muchacha. Frunció los labios y negó con la cabeza.

—A juzgar por la portada, yo más bien diría que se trata de un alma en pena. ¿Quieres que le hable?

—¿A cambio de qué?    

—A cambio de otras dos cervezas y algo de efectivo para la cena.

—Eres una puta muy interesada, Teresa, la más interesada que he conocido en toda mi vida.

—Ah, pero soy la puta que más te divierte. 

La sonrisa en los labios de Charlie. 

—Si logras hacer que se interese —indicó—, puedes contar con las dos cervezas, con el efectivo y, con suerte, con un regalito extra que de seguro te encantará. 

—Igual tendrás que dármelo, Calhazo, si no, vas a tener que lidiar con una loca muy intensa.

Teresa abandonó su sillón y casi estuvo a punto de marcharse cuando Charlie la detuvo.

—Una última cosa… —le dijo.

—¿Qué?

—Se discreta. Que no se entere de quien soy. 

—Tú tranquilo, muchacho, sabes bien que llevo la discreción en la sangre.

Le ofreció una sonrisa llena de picardía y, con los movimientos sensuales de una gata en celo, cruzó la estancia hasta llegar al punto en el que se  encontraba la rubia.

La noche era tranquila. Además del cantinero, de la rubia, de Teresa y de Charlie, en el local solo había una pareja de jóvenes que ocupaba una mesa junto a un rincón discreto de la sala. Compartían tragos, risas y besos. En ocasiones, entrando a la pista para danzar abrazados.

Charlie los observa divertido. Eran jóvenes que gozaban de algo que él no tenía y que mucho menos conocía: el amor.

Charlie Calhazo también era joven, no podría tener más de veintidós años. Vestía con elegancia y tenía el perfil de un casanova. A su corta edad había vivido las experiencias que pocos llegan a conocer en toda su vida. Se consideraba a sí mismo como a hombre de mundo y conocedor de las virtudes y bajezas humana. Otros, en cambio, le consideraban el niño mimado de su padre.

Teresa regresó pronto. Traía pegada una sonrisa malévola y contoneaba sensualmente sus caderas. Se inclinó para besar la mejilla de Charlie y ocupó el lugar que antes había estado ocupando. Abrió una caja de cigarrillos y seguidamente puso uno en su boca.

—¿Me das fuego? 

Charlie extendió el brazo para ofrecerle el fuego de su encendedor. 

—¿Qué te ha dicho? —preguntó.

—Se llama Daisy —dijo en voz baja, mientras hacía esparcir el humo amargo de su cigarrillo—, y manda decirte que puedes irte al diablo.

Acto seguido puso un trozo de papel sobre la mesa y lo acercó hasta la mano de Charlie. 

—¿Qué es esto? —preguntó con el ceño fruncido.

—Es su número de contacto. Dice que puedes escribirle y que si gustas, puedes también invitarle a un trago.

—Eres un ángel, Teresa, un ángel realmente prodigioso. 

Charlie guardó el trozo de papel en uno de los bolsillos de su chaqueta y se puso en pie. La rubia lo miraba desde la barra. Parecía sonreír.

 




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