La mansión de la familia Sun se había transformado en un océano de rojo. Faroles colgaban en lo alto como soles invertidos, las cintas danzaban con el viento, y cada rincón estaba decorado con flores frescas y símbolos de doble felicidad.
Hoy, Sun Yan Yan se casaba.
Apenas tenía veintiún años, pero en su mente no había espacio para dudas: el matrimonio era su jugada maestra. Aún sin terminar la universidad, sabía que casarse con la candidata apropiada, en la fecha indicada por el emparejador, lo elevaría al estatus que siempre había deseado.
Con Sun Hui Shui fuera del camino —aislado, amargado, inmóvil—, ya no quedaban obstáculos para ocupar el lugar de su padre cuando este decidiera retirarse de la empresa.
Desde el pasillo del segundo piso, Sun Hui Shui observaba todo en silencio. La silla de ruedas lo mantenía estático, pero dentro de él, algo se quebraba lentamente. Aquel era el golpe que más temía: ver cómo su mundo desaparecía sin él.
—Hermano mayor, ¿no estás listo? ¿No vas a acompañarme? —preguntó Sun Yan Yan, apareciendo a su lado con una sonrisa cuidadosa.
—No puedo hacerlo —respondió él sin mirarlo—. Tu hermano mayor se disculpa, pero le resulta imposible.
—Sun Yan Yan necesita a su hermano para que su felicidad esté completa.
—Sun Hui Shui no desea convertirse en blanco de burlas o lástima de los primos. Estaré en mi habitación. Les deseo felicidad.
Giró su silla sin esperar respuesta. Yan Yan lo siguió con la mirada, pero no dijo nada más. Tenía otros asuntos en qué concentrarse. Hoy era su día.
Durante semanas, las familias habían seguido paso a paso el camino ancestral del matrimonio chino. Desde la propuesta hecha por el emparejador, hasta la elección del día auspicioso, todo se había llevado a cabo con precisión casi ritual.
Sun Yan Yan recordaba con orgullo cada uno de esos momentos:
El día en que recibió la carta de promesa de matrimonio, el intercambio de fechas de nacimiento, la reacción positiva del adivino que, tras leer los caracteres cíclicos de ambos novios, aseguró un destino próspero. Luego llegaron los obsequios: jade, telas de Hangzhou, cofres con té y especias.
El día de hoy coronaba esos esfuerzos: la ceremonia final.
Vestido con su traje tradicional rojo bordado en oro, se reunió con sus padres para esperar a su prometida. En sus labios había satisfacción, no amor.
Lo había conseguido.
Desde su habitación, Sun Hui Shui escuchaba los tambores y gongs aproximarse.
Los sonidos de la procesión de boda llenaban la calle: músicos, familiares, damas de honor… y en el centro, el palanquín de la novia, rojo como la sangre y con bordados brillantes.
La curiosidad, o tal vez la necesidad, lo impulsó. Salió nuevamente al pasillo y se asomó al balcón.
El corazón se le comprimió.
Todo abajo brillaba: los sirvientes en fila, la alfombra roja extendida, las ofrendas, los rostros sonrientes.
Sus padres esperaban firmes, con aire solemne.
El último pedazo de su mundo… le estaba siendo arrancado sin piedad.
El palanquín se detuvo. Dos mujeres ayudaron a la novia a bajar. Llevaba el velo rojo tradicional, ese que simboliza modestia, misterio y pureza.
Pero él no necesitó verla para saber quién era.
Zhu Xin Quian.
Ella alzó la mirada.
Lo vio.
Por un instante, el tiempo se detuvo.
Él limpió rápidamente las lágrimas que escapaban de sus ojos. Ella bajó la vista.
Ninguno dijo nada, pero sus miradas se hablaron:
Perdón. Dolor. Nostalgia. Amor. Y un adiós que dolía más que cualquier palabra.
La ceremonia se desarrolló siguiendo los pasos tradicionales.
La pareja rindió homenaje al Cielo y la Tierra, luego al Emperador de Jade y finalmente a sus ancestros y padres.
Ambos se arrodillaron uno frente al otro e hicieron una reverencia. Era el símbolo de su unión.
Más tarde, durante el banquete de boda, los invitados degustaron platos extravagantes: sopa de nido de golondrina, pepino de mar, abulón, langosta.
Las copas de vino circularon, los brindis se elevaron, las risas llenaron los salones.
Pero en el piso superior, en la penumbra de una habitación silenciosa, Sun Hui Shui lloraba solo.
No por celos. No por odio.
Lloraba por haber amado tanto… y por no haber podido proteger ese amor.
No había resentimiento hacia Zhu Xin Quian. Solo un vacío imposible de llenar.
Ella había hecho lo correcto para su vida. Y él, simplemente, ya no era parte de ningún futuro.