Las flores de cerezo se abrieron, inundando el aire con su dulce fragancia. El tiempo parecía avanzar con tal rapidez que costaba asimilar cuánto había cambiado todo. Una primavera más había llegado, marcando el inicio de un nuevo año.
En el patio del ala norte de la mansión de la familia Sun, un extenso jardín se desplegaba entre senderos de piedra y árboles floridos. Entre ellos destacaba un majestuoso cerezo, cuyas flores rosadas embriagaban el entorno con su aroma suave y melancólico.
Sun Hui Shui permanecía solo en ese rincón apartado, con la mirada fija en el árbol. Cerró los ojos con calma y respiró hondo, dejando que ese aroma, tan familiar como lejano, le envolviera.
De pronto, un leve ruido lo sacó de su contemplación. Abrió los ojos y giró su silla de ruedas en dirección al sonido. Se suponía que estaba completamente solo; el ala norte era territorio de los empleados, y a esa hora, todos debían estar cumpliendo con sus tareas dentro de la mansión.
Entonces la vio: una joven vestida completamente de blanco, agachada entre los arbustos, revisando minuciosamente el jardín como si estuviera buscando algo. A pesar de sus esfuerzos, Sun Hui Shui no lograba ver su rostro, lo que aumentó su curiosidad. Con cuidado, condujo la silla hacia ella.
—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó, intrigado y algo desconfiado. La joven, que parecía un espectro por su ropa clara y piel pálida, no lo miró.
—Ayudo a esta flor —respondió con voz tranquila—. Está rota. Es hermosa, pero ha sido lastimada.
Se refería a una pequeña flor rosada con el tallo doblado, caída sobre sí misma, como si no pudiera sostener su propio peso.
—¿Por qué preocuparse por algo tan insignificante? Si está rota, no tiene arreglo. Y aunque lo tuviera, igual terminaría marchitándose. Déjala.
—Por corta que sea la vida de un ser vivo, merece vivirla con plenitud —replicó la joven sin alterar su tono—. Tal vez esta flor parezca insignificante, pero para una abeja puede ser refugio, o alimento. La ayudaré, aunque parezca absurdo.
—Vaya, al parecer te gusta perder el tiempo. ¿Le pondrás tablillas? ¿La enyesarás? —ironizó Hui Shui, incapaz de ocultar la amargura que le provocaba su actitud tan segura y serena.
—Le hace falta tener más fe en la magia, señor Sun —dijo la joven con una ligera sonrisa. Entonces, colocó las manos sobre la flor y, con un leve gesto, transfirió una porción de su energía vital. La flor se irguió lentamente, como si jamás hubiese estado rota.
—¿Lo ve? Lo imposible solo existe si usted lo cree así. Con confianza, todo puede cambiar.
—¿Cómo es que…? —intentó preguntar Hui Shui, desconcertado. Pero enseguida recuperó su expresión fría, recordándose que no debía dejarse llevar por absurdos. Lo importante era entender quién era ella—. ¿Quién eres? ¿Cómo entraste aquí?
—Trabajo aquí —respondió con total calma.
—¿En el jardín? ¿Ahora me dirás que eres un hada del bosque? —insinuó con sarcasmo. La joven sonrió y se incorporó, fijando en él unos grandes ojos que lo dejaron sin aliento –. Xiao Long.
—Señor Sun, está muy confundido. No soy un hada. Soy una persona común y corriente, y mi nombre no es Xiao Long. Soy Jiang Kumiko, y he venido a cuidar de usted.
—Claro… —murmuró él, escéptico, entrecerrando los ojos. Había algo en ella que le resultaba extrañamente familiar, aunque no lograba identificar qué era exactamente—. ¿Cuidarme? No necesito que nadie me cuide. Ya puedes marcharte.
—¿Marcharme? Este es mi primer día de trabajo. Usted es rico, seguramente no le importa mi situación, pero la señora Hu Maylin me contrató para cuidarlo, y yo necesito el dinero. Así que me quedaré, aunque no lo desee —dijo ella con convicción.
La realidad, sin embargo, era distinta. Es cierto que Hu Maylin la había contratado, pero Kumiko no necesitaba el dinero. Era la décima enfermera que la señora Hu contrataba; las anteriores fueron despedidas por Hui Shui o se marcharon por cuenta propia, cansadas de sus constantes rechazos y maltratos.
Jiang Kumiko había solicitado el trabajo no por necesidad económica, sino porque al fin su abuelo le había permitido acercarse a Sun Hui Shui. Bajo esa fachada de enfermera, nadie sospecharía de su verdadero objetivo: protegerlo. El enemigo aún no había sido descubierto, y mantenerse cerca de él era la única forma de evitar otro intento de daño.
—¿Cuánto quieres? Te pagaré, y te marcharás. No necesito niñeras, y mucho menos una que parece una niña.
—No acepto caridad. Solo recibiré lo que gane con esfuerzo. Así que guarde sus propuestas, porque me quedaré aquí, cuidándolo. Y ni todo su mal humor hará que cambie de opinión.
—Ya veremos cuánto duras —replicó él, frío, girando la silla para irse.
—Me quedaré aunque me odies —declaró ella con firmeza mientras comenzaba a seguirlo—. No pienso alejarme de ti.
Sun Hui Shui se había aislado por decisión propia. Creía que si se alejaba antes de que los demás lo hicieran, evitaría el dolor del rechazo. Con el tiempo, su temor se cumplió: casi todos dejaron de visitarlo.
Solo Sun Huang y Wu Biming lo veían con frecuencia. A pesar del carácter huraño de Hui Shui, Wu Biming pasaba horas a su lado, regañándolo e intentando convencerlo de que aún podía tener una vida digna. Sun Huang, por su parte, lo colmaba de consejos, cariño y palabras de aliento.
Líu Dalay era la única del personal doméstico que tenía permiso de estar cerca de él, pues lograba sacarle sonrisas incluso en los días más grises.
La soledad se había convertido en su destino desde que quedó atado a una silla de ruedas. El desapego emocional fue su mecanismo de defensa, especialmente tras la pérdida definitiva de Zhu Xin Qian, una herida que terminó por apagar la luz en sus ojos.
Kumiko lo seguía en silencio, consciente de que ese carácter agrio haría difícil su tarea. Sin embargo, estaba decidida. Su misión no era solo ayudarlo a caminar nuevamente, sino sanar las heridas que no podían verse.