El suelo seguía temblando cuando llegamos. No sabía si el derrumbe había terminado o si Barcelona aún estaba decidiendo qué parte quería devorar… o a quién.
El polvo lo cubría todo, espeso, invasivo, pegándose a la piel como esos recuerdos que uno intenta arrancarse sin conseguirlo.
Cada respiración ardía. Cada bocanada era una orden silenciosa para seguir avanzando, aunque el cuerpo pidiera parar.
—Triage, allí. No os separéis —ordené.
Mi voz sonó segura, aunque la mandíbula me temblaba por dentro, ese temblor que siempre llega antes del miedo pero que nunca admito tener. Siempre pasa antes de que llegue el miedo: primero la tensión, luego la respiración corta. Es mi aviso interno.
Pero en un derrumbe no hay espacio para escucharse a uno mismo. No hay tiempo. Solo acción.
Las linternas cortaban el humo como cuchillas. La gente empujaba, los gritos se mezclaban, una mujer repetía un nombre con desesperación mientras arañaba los escombros con las uñas rotas. El caos lo llenaba todo.
Yo tenía que encontrar lo único que importaba en medio de ese ruido brutal: el silencio.
El silencio temido. El silencio de un pulso que vuelve… o el que no volverá nunca.
Lo encontramos en un hueco, atrapado bajo una losa caída. Era un hombre joven, el rostro gris de polvo, la respiración casi inexistente. El pecho apenas se movía.
Me arrodillé sin pensarlo, sin dramatismo, con la misma calma con la que intento enseñar a otros cómo no perderse en el miedo.
—Aire —ordené—. Ahora. ¡Ventilad! Compresión, ritmo.
Puse mis manos sobre su pecho. El temblor seguía ahí, pero trabajé encima de él. Medir. Presionar. Contar.
Uno. Dos. Tres.
Mi cuerpo hizo espacio para que el suyo pudiera volver a respirar.
—Dadle tres —ordené sin levantar la voz—. Uno… dos… tres. ¡Ventilad!
El protocolo se encendió solo: treinta, dos, treinta, dos. Como un metrónomo que marca el límite entre vivir o no.
Mis manos ya no eran manos. Eran promesas desesperadas. De esas que, si fallan, pesan para siempre.
—Mírame —susurré al herido—. Aguanta. Que te saque de aquí.
No sé si esa frase era para él o para mí. Quizá para los dos. Quizá para todo el que, de una u otra forma, necesita creer que alguien está en pie para sostener lo inestable.
Y entonces, entre sirenas, gritos y polvo, algo rompió el caos: un clic. Seco. Preciso. Diferente a todo lo demás. No era un reflejo. No era una luz perdida.
Era una cámara disparando… y, sin saber por qué, sentí que ese clic no me capturaba: me atravesaba.
Levanté la cabeza despacio, con esa lentitud que tienen los gestos cuando algo dentro de uno se adelanta a la razón. Y entonces la vi. Una mujer con la cámara todavía levantada, el pelo pegado por el polvo, los ojos negros clavados en mí como si hubieran estado esperándome desde antes del derrumbe.
Lo que pasó fue una grieta en el tiempo. Como si ella hubiera llegado al segundo exacto en que yo la iba a mirar. Como si hubiese estado esperándome sin esperarme. Como si supiera exactamente en qué segundo iba a encontrarla. Y justo cuando la cámara cortó el aire, mis ojos fueron directo al objetivo, como atraídos.
El clic fue un corte limpio. Mi mirada chocó con la suya a través del cristal, y en ese choque algo se abrió dentro de mí. No era instinto. No era oficio. Era un reconocimiento primitivo, algo que no tenía nombre pero sí impacto.
No era miedo. Era algo mucho peor: la sensación de que, por un segundo, alguien sostenía mi verdad desde fuera… y no la apartaba.
Como si alguien hubiera apuntado la lente no para capturar una tragedia más, sino para reflejar lo que yo no quería ver en mí mismo.
Intenté volver al trabajo, pero algo en mi cabeza dejó de ordenar las cosas. Vi sus manos moverse, vi cómo buscaba otro ángulo, otra historia, y luego la perdí entre cuerpos, cascos y polvo. Como si el derrumbe se la tragara justo cuando yo empezaba a necesitar verla. Se desplazó hacia un grito lejano, y cuando volví a buscarla… ya no estaba.
Me quedé inmóvil un segundo. Solo uno. Fue suficiente para que un pensamiento, la nota que llevo clavada desde hace años, se filtrara de nuevo como un susurro:
—No se puede salvar a todos —susurré, más para convencerme que para aceptarlo.
A veces lo digo como una verdad profesional. Otras, como una excusa. Y las peores noches… como una mentira que no deja de perseguirme.
Minutos después, cuando el herido empezó a respirar mejor y el color volvió a su rostro, sentí cómo mis manos recuperaban el control. Pero la tensión en mi mandíbula no cedió. Algo había quedado allí, no era polvo ni sangre: era una puerta entreabierta en el lugar donde guardo todo lo que no quiero enfrentar.
—Gael, necesitamos más agua y mantas en la zona sur —gritó alguien a lo lejos.
Asentí y avancé entre vigas torcidas. Y mientras caminaba, una idea tan absurda como prohibida en medio de la emergencia me atravesó: quiero volver a ver esos ojos.
Negros. Profundos. Con esa intensidad que parece esconder una ciudad entera hecha de silencios.
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Editado: 12.12.2025