El derrumbe terminó, pero seguía dentro de mí.
El polvo en los pulmones, el estruendo rompiéndose en mis oídos, la desesperación de quienes buscaban nombres entre los escombros… Todo eso puedo soportarlo. Forma parte del pacto silencioso que uno acepta cuando decide ser médico.
Pero esa vez hubo algo distinto.
Sus ojos.
Negros, valientes, firmes. Observándome como si ya supieran quién era yo por dentro. Mis manos presionaban el pecho de un chico que aún tenía futuro. Y el clic de la cámara sonó justo cuando el latido regresó bajo mis dedos. El muchacho abrió los ojos, respiró, y por un instante el mundo volvió a tener sentido.
No fue el derrumbe lo que me desarmó. Fue saber que alguien me miraba como si pudiera verme por dentro.
No sabía su nombre, ni de dónde había salido, ni cómo lograba seguir fotografiando mientras temblaba. Pero su mirada quedó atrapada justo debajo de mi piel, entre los huesos de mis miedos, como si hubiese disparado algo más que una foto. Como si me hubiese acertado directo.
Y entonces me fui.
Hice la maleta sin explicaciones. Barcelona se volvió demasiado estrecha de repente, como si las calles supieran lo que había ocurrido y quisieran recordármelo. Compré un billete sin destino y terminé en un pequeño pueblo costero, sin nombre, sin planes, sin intención de quedarme.
El mar suele curar, dicen. A mí solo me devolvió otra historia: la que nadie conoce, la que no tiene cámaras ni titulares. La historia de la mujer que no pude salvar. Su ausencia pesa en mis manos cuando duermo; a veces todavía siento el instante preciso en que la vida dejó de responderme.
Tal vez por eso huí. No del derrumbe… sino de lo que llevo conmigo.
Caminé por el puerto, entre barcos que se mecían como si el mundo no les pesara. Yo no buscaba nada; solo dejar de sentir. Pero era inútil. Cada vez que cerraba los ojos, volvían los suyos. Los de la fotógrafa. Los ojos que no huyeron cuando yo estuve a punto de hacerlo.
Me senté en un banco hasta que el sol se volvió cobre detrás de las barcas. Y al fin lo entendí:
No estaba huyendo de Barcelona.
Ni siquiera estaba huyendo del derrumbe.
Estaba huyendo de una mirada que había cambiado algo en mí. Una mirada que me había movido algo que creía muerto.
La del chico volvió a la vida bajo mis manos.
La de aquella mujer de mi pasado nunca regresó.
Y la de la fotógrafa… la de los ojos negros… no me dejaba irme del todo.
Esa noche, con el viento empujando la casa como si quisiera derribarla también, lo admití por primera vez:
Si esa foto existe, tal vez existe un lugar donde yo sigo salvando algo, aunque ya no sepa qué.
Cerré los ojos.
Ella volvió.
Y me dormí con la certeza absurda, imposible, pero verdadera, de que en algún lugar de Barcelona, unos ojos negros también me estaban buscando, aunque ninguno de los dos lo supiera todavía.
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Editado: 12.12.2025