Barcelona bajo la piel

Capítulo 5 - Gaia

Bruno siempre llega con luz.
Da igual la hora o el cansancio: entra en cualquier sitio como quien abre una ventana. Y yo agradezco eso más de lo que puedo decir sin romperme un poco.

Siempre fui buena para las llegadas, no para las permanencias. Me criaron con la idea de que quedarse era entregar demasiado, perder un pedazo que después no recuperás. Y aunque Bruno nunca pidió nada imposible, mi instinto sigue siendo tomar distancia antes de que algo me arrastre.

Quedamos después del trabajo en una cafetería pequeña, una de esas donde las mesas parecen haber escuchado demasiadas historias y aún así guardan espacio para una más. Bruno llegó con dos cafés y esa sonrisa que siempre me desarma. Ojalá pudiera quererlo como se merece. Ojalá sentir que el suelo vuelve a ser firme cuando estoy con él.

—Has dormido poquísimo —me dijo, mirándome como si supiera más de mí que yo misma.

Asentí. No sabía cómo contarle que llevaba noches enteras despertando con la imagen de un par de ojos grises con un matiz azul, mirándome desde detrás del polvo, desde detrás de algo más profundo que el derrumbe.

No sabía decirlo sin parecer completamente perdida.

Hablamos de cosas pequeñas. Él tenía esa facilidad: podía hacer que el mundo se redujera a un chiste tonto, al sabor del café, al humo que subía entre nosotros. Yo intenté entrar en esa calma, sumergirme en ella. Lo miré, lo escuché, intenté sentir.

De verdad lo intenté.

Pero cada vez que cerraba los ojos, aparecía él.

No su nombre.
No su voz.
Solo la mirada del médico en la foto.

Bruno estaba hablando de un viaje pendiente cuando lo supe con claridad insoportable: estaba buscándome en un lugar al que yo todavía no podía volver.

—Bruno… —dije, y mi propia voz me sorprendió—. Necesito pedirte algo.

Él dejó la taza sin decir nada. Esa es otra de sus virtudes: sabe esperar.

—No me sueltes —pedí—, pero tampoco me pidas que corra. Tengo… un nudo dentro. Y estoy intentando entenderlo.

No dije más. Nunca supe explicar por qué me cuesta tanto sostener algo que promete durar. Me enseñaron que el cariño era frágil, que lo seguro era siempre estar lista para salir corriendo. Y a veces siento que, aunque quiera, no sé quedarme sin romperme.

Bruno no preguntó. Solo habló despacio, como si cuidara cada palabra:

—Puedo tener paciencia, Gaia. De verdad. Solo no te vayas del todo.

Quise prometerle algo. No la eternidad, solo un tramo del camino. Pero la sinceridad me atravesó.

—Estoy aquí. Pero no sé si puedo estar… más. No todavía.

Él tragó saliva. Asintió. No sonrió, y eso me dolió más que cualquier reproche.

Volví a casa con un nudo más apretado que antes.
Encendí el portátil. Abrí la foto. Otra vez.

Ahí estaba él: arrodillado en el suelo, valor en las manos, vida volviendo bajo su toque. Y esos ojos, mirándome a través de píxeles como si recordaran haberme visto.

¿Cuántas veces se puede mirar una foto antes de admitir que no es solo una foto?

Esa noche soñé con él. No con el derrumbe, no con el polvo, no con el estruendo.
Soñé con una playa que no conocía, con viento salado y con su mirada buscándome como si supiera mi nombre.

Me desperté con un temblor en el pecho. No miedo.
Algo peor, o mejor: reconocimiento.

No sé quién eres.
No sé dónde estás.
Pero te recuerdo.

Y no debería.




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