Barcelona apareció en la ventanilla del tren como una cicatriz. Una línea que creí cerrada y que, sin embargo, seguía ahí, ardiendo bajo la piel. No pensaba volver. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Pero mi madre insistió hasta hacer imposible cualquier excusa.
—Tienes que volver —me había dicho—. Tu padre no está bien. Y tú eres su hijo mayor.
El hijo mayor.
Como si ese título fuera una especie de armadura heredada. El que está cuando los demás se quedan sin aire.
A veces siento que mi familia piensa que yo nací sabiendo dónde colocar cada pieza cuando algo se rompe. Como si fuera un reflejo, un mecanismo automático. Y sí, lo hago. Lo hago porque es lo que se espera de mí… y porque nunca aprendí a apartarme.
Pero la verdad es que hay días en los que me pesa.
No lo admitiría en voz alta, pero me pesa.
Hay momentos —cortos, casi secretos— en los que me gustaría dejar de ser el que sostiene todo. Apoyarme en alguien, aunque fuera un minuto. Que alguien dijera: déjalo, yo me encargo.
Un lujo del que no hablo porque ni siquiera sé cómo se pide.
Y, a veces, cuando estoy con Bruno, ese pensamiento aparece como una punzada. Él tiene algo que yo no: esa manera de entrar en un lugar y hacerlo más ligero, más respirable. A veces lo miro y pienso que ojalá pudiera contarle lo que me pasa por dentro. No para que me salve, ni para que me sostenga… solo para no sentir que camino siempre con el pecho apretado.
Pero nunca lo hago.
Él ya carga bastante sin que yo le sume mis ruinas silenciosas.
Así que sigo.
Cumplo el papel.
El hijo mayor.
El que no se rompe.
Lástima que nadie imagina que yo también me quedo sin oxígeno a veces.
Al bajar del tren, el aire de la ciudad me golpeó. Un olor mezcla de mar, tráfico y recuerdos que no pedí. Caminé rápido, como si intentara llegar a un destino que no recordaba, o como si escapara de él. Nunca supe distinguir muy bien ambas cosas.
El conflicto con mi familia esperaba como una tormenta sin descargar, pero yo no estaba listo para hablar de hospitales, ni de fallos, ni de culpa heredada. Así que me quedé vagando por calles que alguna vez conocí de memoria.
Giré en una esquina del Raval, y ahí ocurrió.
No un milagro. No un terremoto.
Algo más pequeño y, aun así, devastador:
El presentimiento.
Pasó a mi lado una mujer. Alto ritmo de pasos, camiseta oscura, bolso colgando del hombro. Vi el movimiento por el rabillo del ojo, apenas un destello… y el corazón se me detuvo con una violencia absurda.
Y fue ahí, en ese golpe interno, donde lo sentí: esa reacción no era normal en mí. No desde aquella vez. Desde el día en que un par de ojos —otros, distintos— dejaron de mirarme para siempre. Ese día algo en mí se apagó. O yo lo apagué. No lo sé.
Desde entonces, nada me movía demasiado. Ni la alegría, ni el miedo, ni la pérdida. Todo me atravesaba como si yo no fuera más que un recipiente vacío que sabía fingir.
Pero este presentimiento… Este tirón en el pecho cuando la mujer pasó a mi lado, esto no tenía explicación. Y por eso me asustó.
No la miré directamente. No sé por qué no lo hice. Quizás porque tenía miedo de reconocer lo imposible: que era ella.
Seguí caminando, pero mis piernas se detuvieron por cuenta propia a mitad de cuadra. El aire me falló. Un tirón en el pecho, como un golpe desde dentro. Me giré.
Demasiado tarde.
Solo vi la esquina, un resto de su sombra doblando hacia otra calle. No sé qué buscaba con los ojos, pero los moví como un animal que percibe a su depredador o a su refugio.
No encontré nada… y aun así encontré algo: la certeza de que se me había escapado algo importante.
Algo que no sabía nombrar, pero que tenía la forma exacta de una ausencia.
Me pasé la mano por la cara y respiré hondo. Barcelona seguía ahí, indiferente, pero yo no. Yo ya no era el mismo hombre que se fue.
Seguí caminando hacia casa de mis padres, aunque no podía sacudirme la sensación de que había dejado algo atrás.
O alguien.
Justo antes de doblar la siguiente esquina, me detuve una vez más. No sé si esperaba verla aparecer, cámara al pecho, ojos negros fijos en mí como aquella noche entre polvo y sirenas.
Nada pasó.
Y aun así me quedé un segundo más, como si mi cuerpo supiera lo que mi mente se empeñaba en negar: había vuelto a Barcelona, pero parte de mí no se había ido nunca.
#891 en Novela romántica
#282 en Novela contemporánea
destino amor prohibido, #deseoprohibido, #triangulos amorosos
Editado: 12.12.2025