Barcelona bajo la piel

Capítulo 7 - Gaia

Barcelona amanecía como si hubiera hecho un trato secreto con la calma. La luz caía en diagonal entre las fachadas del Eixample, suave, casi tímida, y la ciudad sonaba a tazas, a pasos tranquilos, a vidas que no pedían nada urgente. Yo hacía el intento torpe de creer que podía pertenecer a esa quietud.

Me senté en mi mesa habitual del café de la esquina, frente al ventanal desde donde se veía la vida sin tener que explicarla. Saqué la cámara. Hice lo que vengo haciendo desde hace semanas: disparé a la rutina, como si capturarla me invitara a ella. Un perro tirando de su dueño, una pareja compartiendo auriculares, una florista dejando el primer ramo en su puesto. Nada heroico, nada roto.

Solo paz. Una paz que no terminaba de creerme.

Abro el portátil, pero antes de que cargue el primer archivo lo siento: esa energía suya, cálida, atropellada, como si el entusiasmo caminara antes que él. Levanto la mirada. Bruno. Con sonrisa amplia, camisa remangada y el cuaderno que nunca suelta. Parece que el día lo eligió a él para salir bien.

—Sabía que te encontraría aquí —dice, como quien confiesa un secreto amable.

Yo sonrío, porque es imposible no hacerlo.

—¿Vienes a trabajar o a perseguirme? —le pregunto sin dureza.

—Un poco de cada cosa —responde, dejando su chaqueta en la silla de enfrente—. He leído la propuesta del reportaje que quieres hacer sobre Barcelona en la piel de quienes la caminan. Podemos desarrollarlo. Tienes algo especial entre manos, Gaia.

Lo dice con esa fe que no le enseñaron en la universidad, sino en la vida.

Hablamos de encuadres, de calles que no quieren ser bonitas sino verdaderas. Él me mira igual: como si yo también fuera algo que merece ser contado sin retoques. Y, por un instante, el mundo es simple. O casi.

Y entonces pasa. No un ruido: un silencio. Una punzada justo en el centro del pecho. La imagen vuelve con la precisión cruel de una foto sin desenfoque: ojos grises con un borde azul, polvo pegado a la piel, la respiración suspendida entre seguir o apagarse.

El derrumbe. El médico. Él.

Trago saliva. Ajusto el contraste como si eso alcanzara para ordenar el presente. Bruno sigue hablando y, aunque no me mira con lástima, sé que lo percibe. Él siempre lo percibe.

—No voy a correr —dice de pronto, sin que yo haya pedido nada—. No voy a pedir más de lo que puedas darme. Solo quiero estar cerca. Si tú quieres, claro.

Lo miro. Ese hombre merece alguien que no sueñe con otros ojos en mitad de la tarde.

—Solo necesito tiempo —susurro, y él asiente, como quien recibe una promesa aunque yo no haya hecho ninguna.

Bruno me habla del cierre de edición, de cafés y de planes para el fin de semana con amigos. Yo hago que escucho, y lo intento de verdad, porque su risa me hace bien. Porque su presencia es un borde seguro donde no me resbalo.

Pero mientras él dibuja proyectos, yo veo un destello. Una mirada que no me deja. Los ojos que parecían fotografiarme de vuelta.

La ciudad sigue pasando frente al cristal. Y yo, que quería paz, descubro que la calma también tiene grietas.

A veces la estabilidad no es un lugar: es una silla en un café, alguien que te sonríe sin pedir nada… y una herida que aún respira bajo la piel de Barcelona.

Bruno recibe una llamada del diario y se despide con un gesto que intenta ser ligero. Yo guardo la cámara, cierro el portátil y salgo del café. El aire de Barcelona tiene esa textura salada que anuncia lluvia o memoria, nunca sé distinguirlo.

Camino unos metros, esquivando turistas y bicicletas, hasta que ocurre.

No lo veo. No sé que está ahí. Solo siento algo.

Un tirón, una vibración bajo el esternón, como si alguien hubiera dicho mi nombre sin pronunciarlo. Me detengo. Respiro hondo. Miro hacia atrás, hacia la esquina que acabo de cruzar. No hay nada. Solo gente, pasos, vidas que no se cruzarán nunca.

Sacudo la cabeza y sigo andando.

Dos calles más tarde, yo sigo sin entenderlo.

Pero algo ha cambiado. Lo sé sin saber por qué.

No había razón para sentirlo. Y aun así, lo sentí. Como si alguien al otro lado de la ciudad hubiera respirado al mismo tiempo que yo.




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