El sol del mediodía caía torcido sobre las mesas de metal de la terraza del diario, haciendo brillar los restos de café como pequeñas brasas. A esa hora casi nadie subía allí, salvo los que necesitaban aire para seguir respirando entre cierre y cierre. Yo era una de ellos.
Bruno llegó con dos vasos de limonada y esa sonrisa suya que parece que nunca se cansa del mundo.
—Por fin te pillo sin correr —dijo, sentándose frente a mí—. Estás imposible últimamente.
—No es personal —respondí—. Solo… ya sabes.
Él asintió. Y entonces, sin demasiadas vueltas:
—Este sábado cumplo años. Voy a hacer algo en el bar de siempre, algo tranquilo. Me gustaría que vinieras. Me gustaría… que seas parte de mi vida de una forma más real, ¿sabes?
No contesté. Él siguió, como si hubiera estado ensayando:
—Mira, Gaia, lo paso bien contigo. Me gustas. Mucho. No te pido títulos, ni etiquetas, ni certezas que te ahoguen. Solo... ver qué pasa. A nuestra manera.
Su propuesta quedó flotando entre el ruido lejano de los coches y el hielo derritiéndose en mi vaso.
—¿Y qué sería eso exactamente? —pregunté—. ¿Salir? ¿Desaparecer días cuando estoy de cobertura y que no me lo reproches?
Sonrió de lado, porque sabía que hablaba en serio:
—Exacto. Libertad. Sin presión. Lo único que te pido es que vengas el sábado. No como promesa de nada, solo... ven.
Respiré hondo. Me dolió. No sabía por qué.
La verdad —aunque no se la dije a Bruno, aunque tampoco sé decírmela a mí misma— es que mi cuerpo lo decide todo antes que yo. Y con él… no decide nada.
Con Bruno está la calma, sí. La risa fácil, las conversaciones que fluyen, la sensación de que podría ser un buen lugar para quedarme. Pero cuando me toca el antebrazo para llamar mi atención, mi piel no hace absolutamente nada. Ni un temblor. Ni una corriente. Ni ese ruido eléctrico que aparece cuando algo —o alguien— se te mete bajo la piel.
Con él todo es correcto. Demasiado correcto. Y yo llevo semanas intentando que lo correcto me alcance. Que me despierte. Que me erice. Que me lata.
Pero no pasa.
No sé si es porque una parte de mí sigue atrapada en lugares que no elijo o si simplemente… no es él.
Y eso, esa falta de reacción, era mi mayor secreto.
Porque me esforzaba. De verdad. Me decía que quizá era cuestión de tiempo, de dejar que el cuerpo se convenciera, de dejar de buscar grandes terremotos en gestos pequeños.
Yo quería intentarlo. O quería creer que quería intentarlo. Pero también sabía que había una mirada que seguía atrapada entre mis pestañas desde el derrumbe. Unos ojos grises con un borde azul imposible. El hombre que sostuvo a un chico entre sus manos como si el mundo se fuera a acabar si él no seguía respirando.
Y yo había hecho clic.
La foto mirándome, mirándonos.
Tragué saliva.
—Vale —dije por fin—. Iré el sábado. Y… podemos intentarlo. Sin etiquetas, como dices.
Bruno exhaló como si llevara días esperando esas palabras.
—Te lo prometo, Gaia. No voy a pedirte más de lo que puedas dar.
Y eso, aunque sonara amable, me intimidó más que cualquier derrumbe.
Cuando se fue, el hielo chocó otra vez contra el cristal, como si Barcelona respirara conmigo.
Sabía que era injusto. Sabía que aceptaba algo que él sentía más que yo. Sabía que él merecía a alguien que sí sintiera todo eso. Alguien a quien mirar y que de inmediato lo supiera: es él. Alguien que no dudara tanto.
Alguien que no guardara todavía, muy dentro, la sensación de unos ojos grises con un borde azul clavados en su memoria como un flash que no sabía olvidar.
Al guardar la cámara en su funda, mis dedos hicieron algo que no pensé: fui directa a la carpeta donde estaba la foto del derrumbe. La abrí. Otra vez. Como si fuera la primera.
Ojos grises. Borde azul. Polvo en la piel. Pulso firme.
No sabía su nombre. Y aun así, cuando lo miré en la pantalla… sentí que acababa de traicionar a alguien a quien todavía no conozco.
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Editado: 12.12.2025