La música ya se oye desde la calle, vibrando contra las paredes del bar como si alguien estuviera empujando los latidos desde dentro. Llego tarde. No sé si por culpa de la guardia o por culpa de mí mismo. Tal vez necesito respirar tres veces antes de cruzar la puerta. Tal vez necesito no hacerme preguntas.
Al entrar, el aire huele a cerveza, madera y perfume. La luz es baja, cálida, como si alguien hubiese decidido que la noche necesitaba un color propio.
Bruno me ve primero. Sonríe como si hubiera apostado por mí y hubiera ganado.
—¡Hermano! Pensé que no lo lograbas —me dice al abrazarme con fuerza.
—Casi no lo logro —admito—. Fue un infierno. ¡Felicidades!
—Justo hoy tenía que serlo —se ríe—. Pero viniste. Eso es lo que importa. Gracias.
Asiento. Eso debería ser suficiente. Estar aquí, sobrevivir a la música, fingir que la vida no tiembla a veces. Pero entonces pasa: esa presión ya conocida, como una mano que aprieta mi pecho desde dentro. Una sombra vieja, un latido que no había pedido volver. El recuerdo de ojos negros que no debería recordar.
Y la música cambia.
Baja las defensas de todos, incluso las mías. No hay forma de protegerse de un ritmo así. Risas, luces que giran, un mar de cuerpos moviéndose sin pedir permiso.
Y entonces la veo.
No es un descubrimiento: es un impacto.
Un choque seco.
Una corriente eléctrica que me parte la respiración en dos.
Ella. Está bailando entre un grupo de gente, pero no pertenece a nadie. Se mueve con ese tipo de libertad que parece nacida, no aprendida. Su pelo cae y se levanta con cada giro, rozándole la clavícula como si también quisiera tocarla.
Entre el remolino. Esos ojos. Negros. Brillantes. Como si hubieran esperado que los encontrara.
Y justo cuando estoy a punto de mirar a otro lado para recomponerme, levanta la vista.
Y me encuentra. Como si hubiese estado buscándome.
Todo el bar sigue en movimiento, pero nosotros no. El mundo gira; nosotros quedamos detenidos en un punto que no existía hace un segundo
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente: un tirón en el pecho, un nudo seco en la garganta, un “joder” que se me queda atrapado antes de salir. Mi cuerpo reacciona como si recordara algo que yo aún no sé. Como si la reconociera en un nivel que no tiene explicación ni lógica ni permiso. El mundo sigue girando a nuestro alrededor, pero algo en ella… se queda quieto. Firme. Como si estuviera tomando una decisión sobre mí sin mover un músculo. Como si ya supiera algo que yo aún no entiendo.
Ella parpadea, despacio, como si midiera cada segundo. Y en ese parpadeo, mi cuerpo entero se enciende. La piel, el pulso, la memoria —una memoria que ni siquiera sabía que tenía— todo se ajusta a ella. A su mirada. A esa gravedad nueva que nace entre nosotros sin permiso.
No hay fotos esta vez. No hay polvo cayendo. Solo música y piel erizada.
Bruno dice algo a mi lado, pero yo ya no lo escucho.
La cámara invisible hace clic dentro de mí. Un clic que parece marcar el antes y el después.
Doy un paso hacia ella, pero algo se cierra en mi garganta. No es miedo. Es algo más antiguo, como estar frente a un recuerdo que no admito tener. Una sensación que muerde, que tira, que advierte y llama al mismo tiempo.
No sé si ella dejó de bailar o si fui yo el que dejó de respirar. El tiempo es otro. Un silencio dentro de la música. No puedo moverme. Solo mirarla. Como si mis pasos dependieran de un permiso suyo.
No creo en destinos escritos, pero juro que algo, entre todos los cuerpos que bailan, tira de mí hacia ella. Y aun así, no voy.
No puedo.
Bruno me pregunta si quiero una cerveza, y yo solo pienso: La he encontrado. Y todavía no sé quién es.
Ella sigue ahí y no dejo de mirarla. Mi cuerpo, ese que creo conocer, acaba de elegir por mí, y la verdad es que no la he encontrado, ella me ha encontrado a mí.
Y eso lo cambia todo.
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Editado: 12.12.2025