Barcelona bajo la piel

Capítulo 11- Gaia

La música me llevaba como si conociera mis huesos mejor que yo. Estábamos todos los del diario en el cumpleaños de Bruno, riendo, bailando, olvidando que para algunos mañana había entregas, reuniones, madrugones. Yo también me reía. Yo también fingía ligereza. Pero entonces pasó.

No fue una imagen. Fue un golpe.

Mi corazón perdió un latido, y después otro. Como si alguien hubiera tirado del cable que me sostenía al mundo. Me detuve a medias, una mano contra el pecho, intentando encontrar aire adentro de mi propio cuerpo.

—¿Gaia? —preguntó Sofía, sin dejar de bailar—. ¿Estás bien?

No pude responder. La música seguía, el bar seguía, la gente seguía… pero yo había quedado atrapada en un espacio que no pertenecía a nadie. Un silencio de otro mundo, justo en medio del ruido.

Y lo vi.

No fue una revelación. No fue sorpresa.
Fue un reconocimiento tan brutal que dolió.

Un “ahí estás” sin palabras, sin lógica, sin permiso.

Un impacto directo, limpio, como si el derrumbe hubiera vuelto a caer sobre mí, sin polvo esta vez, pero igual de devastador.

Esos ojos.

Grises con un borde casi azul, como hielo a punto de derretirse. Había pasado semanas estudiándolos en la pantalla: ampliando la foto, ajustando sombras, buscando algo que no podía explicar. Había dormido con ese rostro tatuado detrás de los párpados. Soñé con sus manos manchadas de polvo, con su voz ronca dando órdenes, con su respiración agotada sobre aquel chico al que intentaba devolverle la vida.

Y ahora estaba ahí a unos metros. Mirándome como si reconociera algo que le pertenecía, como si hubiese esperado este segundo desde esa noche.

Me ardieron los ojos. El estómago se me encogió. No sabía si reír, gritar o echar a correr. Él no parpadeó. Yo tampoco. Nos quedamos suspendidos en un segundo imposible, irreal, perfecto y cruel a la vez.

Sentí que mi piel recordaba todo lo que mi mente había intentado enterrar. Sentí que mi cuerpo se inclinaba hacia él sin moverse. Sentí la necesidad desesperada, física, urgente, de tener mi cámara entre las manos. Como si sólo capturándolo pudiera entender qué era exactamente lo que llevaba semanas persiguiéndome.

Entonces, él dio un paso. Mínimo. Pero no hacia mí. O tal vez sí, pero dudó. Alguien lo llamó. Volvió la cabeza. Y el hilo se tensó hasta doler.

Cuando volví a buscarlo entre la gente, ya no estaba.

La música recuperó su ritmo. Las voces volvieron a sus dueños. Sofía me agarró de los hombros:

—Tía, ¿qué te ha pasado? Te fuiste.

Quise decirle la verdad: Ese hombre… ese hombre me cambió la vida sin saberlo.
Pero solo respondí:

—Creo que necesito aire.

Salí a la calle. Barcelona seguía igual, pero yo no.

Apoyé la espalda contra la pared, cerré los ojos y repetí su rostro desde la memoria, como si mi mente siguiera disparando la misma fotografía.

Está aquí.

El hombre de la foto.
El hombre del derrumbe.
El hombre al que no pude olvidar.

Y ahora sí lo sé: no fue obsesión profesional. No fue solo la fuerza de una imagen potente.

Era él.

Y lo es todavía.

Y lo peor es que tengo la certeza brutal de que él también lo sintió.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.