No sé cuánto tiempo llevo mirándola sin decir nada. Solo sé que el ruido del bar se volvió un decorado lejano, como si la fiesta ocurriera en otra ciudad. Gaia respira frente a mí, y aunque sostiene el vaso con firmeza, sus dedos tiemblan apenas. No sé si lo nota. Yo sí.
Necesito aire. Necesito entender.
—¿Podemos…? —señalo la puerta, como si la palabra “salir” hubiera olvidado cómo pronunciarse.
Ella duda un segundo, corto pero visible. Luego asiente. Y ese gesto me atraviesa como una respuesta que llevaba meses esperando sin saberlo.
Caminamos hacia afuera sin tocarnos, pero siento su presencia como una corriente eléctrica a centímetros de mi piel. La música queda atrás cuando cerramos la puerta del bar.
Ella cruza los brazos. Yo guardo las manos en los bolsillos. Los dos parecemos buscar un sitio para la emoción que no sabemos manejar.
Ella es la primera en romper el silencio:
—No pensé que volvería a verte… de verdad.
Mi respiración falla un instante.
—Yo tampoco —respondo—. Pero no he dejado de pensarte desde esa noche. Es absurdo. No te conozco. Y aun así…
Ella cierra los ojos un segundo. Le tiembla la boca.
—Sentí lo mismo —admite—. Algo… que no sé explicar. Fue extraño —susurra—. Esa sensación de… conocerte sin conocerte.
Asiento. No me atrevo a acercarme un paso, aunque mi cuerpo lo intenta por su cuenta.
—Yo sentí que estabas allí incluso antes de verte.
Gaia levanta la mirada. No huye. Y eso me deja expuesto por dentro.
—Fue una noche rara —susurra—. Horrible. No sé. Pero algo pasó.
Sí. Algo pasó. Algo que ninguno de los dos puede explicar sin sonar delirante.
—Esa noche...—empiezo, lento— lo que sentí no sé explicarlo. No tiene sentido.
Gaia me mira. No aparta los ojos. No se esconde.
—Te comprendo. Me pasa lo mismo.
El silencio entre nosotros se vuelve más denso. Respiramos cerca. Demasiado cerca. Y entonces ella se mueve apenas, inquieta. Sus dedos se apretujan contra el vaso vacío, como si no supiera dónde poner las manos.
Mi cuerpo quiere reaccionr antes que mi cabeza. Quiero acercarme. Quiero tocarle la cara para comprobar que es real. Me contengo. Me muerdo por dentro.
El aire entre los dos cambia. Se espesa. Arde.
—Creo que… deberíamos volver dentro —dice, agitada, sin poder ocultar lo que le tiembla en la voz.
Camina hacia la puerta. Paso junto a ella para dejarla pasar. Y entonces pasa.
Mi mano roza la suya. Nada más. Un roce.
Pero me atraviesa como un puñetazo suave, directo al centro del pecho. Es electricidad, memoria, deseo, todo mezclado. Ella se queda quieta. Yo también. Nuestras respiraciones chocan sin tocarse.
La quiero besar. Y no lo hago.
La quiero agarrar del brazo, tirarla hacia mí, pedirle que deje de temblar. Y no lo hago.
La quiero. No sé cómo. No sé por qué. Pero la quiero en ese segundo.
Y entonces… La puerta se abre.
—¡Gaia! ¡Gael! —Bruno aparece, con la urgencia colgándole de la voz—. ¡Los estaba buscando!
Nos separamos como dos imanes arrancados a la fuerza. El hilo que se había tensado entre nosotros queda vibrando en silencio.
Bruno mira nuestras caras, primero la mía, luego la de ella, intentando descifrar algo que no debería estar viendo.
—¿Todo bien? —pregunta.
Gaia da un paso atrás, como si la luz del bar la arrastrara hacia adentro. Entra. Ni siquiera me mira una segunda vez. O tal vez sí, pero no lo suficiente para detenerme.
Yo sigo fuera, con la mano temblando como si aún la estuviera tocando.
Y no sé cómo seguir respirando.
#891 en Novela romántica
#282 en Novela contemporánea
destino amor prohibido, #deseoprohibido, #triangulos amorosos
Editado: 12.12.2025