No he dormido en días.
Y no porque no lo intente.
Es que cada vez que cierro los ojos vuelvo al mismo lugar: a ella, a su respiración cerca de la mía, a la forma en que me miró como si ya me hubiese visto antes. Y después, inevitablemente, aparece Bruno. Mi hermano. Mi límite. Mi condena.
El cansancio me está empezando a romper por dentro.
Estoy en la sala de descanso del hospital, con el café más aguado del mundo, cuando Hernán entra arrastrando los pies.
—Tienes una cara de mierda, doctor —gruñe mientras se deja caer en la silla de enfrente—. ¿Guardia jodida o crisis existencial?
No respondo al instante.
Él me mira, entrecerrando los ojos.
—Ah, vale… crisis —deduce.
Suelto el aire despacio. No quiero contarlo. No quiero decirlo en voz alta porque me da miedo lo que significa… pero necesito sacarlo de algún modo o voy a estallar.
—La encontré —murmuro al fin.
Hernán parpadea.
—¿A quién?
Y luego abre los ojos de golpe.
—No. No. No jodas. ¿LA fotógrafa? ¿La del derrumbe? ¿La que te dejó más obsesionado que mi ex psicópata?
Asiento.
Él silba entre dientes.
—Joder… ¿y?
Aprieto el vaso de café, como si así pudiera mantener la calma.
—Y es Gaia —digo—. La Gaia de la que Bruno me habló. La Gaia con la que está saliendo. Mi Gaia. La de esa noche.
Hernán se queda congelado unos segundos.
—¿Tu cuñada? —pregunta finalmente.
—No es mi cuñada —gruño—. No sé ni qué son. Él tampoco lo sabe. Pero da igual, ¿no? Es suficiente.
Me paso la mano por la cara.
Siento el cuerpo tenso, como si el simple hecho de decir su nombre me pusiera al borde.
—¿La viste? —pregunta Hernán, inclinándose hacia mí.
—Sí. Y… —cierro los ojos un segundo, intentando encontrar palabras que no suenen a locura—. Hernán, fue como si el mundo hiciera clic. Como si mi cuerpo la hubiese reconocido antes que yo. Como si… nos completáramos. Terminábamos las frases del otro. Sabíamos qué iba a decir el otro antes de decirlo. Fue como una corriente. Brutal. Innegable.
—Madre mía… —murmura—. ¿Y ella?
Trago saliva.
El recuerdo se me clava en el pecho como una aguja.
—Ella lo sintió igual —respondo, sin poder evitarlo—. Lo vi en su cara… en su respiración… en ese temblor que intenta ocultar. Pero está asustada. Y con razón. Y desde entonces… —mi voz se quiebra un poco— no me ha escrito.
Hernán arquea una ceja.
—¿No tenéis el número?
—No lo tengo. Le di el mío. Le dije que me escribiera cuando estuviera lista.
—¿Y? —pregunta, encogiéndose de hombros.
—Han pasado cuatro días —respondo, dejando caer la cabeza hacia atrás—. Cuatro días revisando el móvil como un idiota. Cuatro días viendo el nombre de Bruno iluminar la pantalla mientras el suyo no aparece.
Hernán me observa unos largos segundos.
—Estás jodido —sentencia.
—Sí —admito, sin pelearlo—. Estoy tan jodido como esa noche del derrumbe. Igual de perdido. Igual de… conectado a ella.
—Tienes un problema serio —concluye Hernán—. Y otro más grande aún: Bruno.
El nombre pesa como plomo.
—No sé qué hacer —murmuro, mirando el techo del hospital como si allí hubiese una solución—. No sé cómo sacarla de mi cabeza. No sé cómo no quererla. No sé cómo evitar lo que siento cuando está cerca… y cuando no está también.
Hernán suspira.
—Pues más te vale decidir antes de que esto explote en tus narices —dice, levantándose para volver a urgencias—. Porque una cosa está clara, Gael…—Se detiene en la puerta.—Si solo con verla ya estás así… cuando vuelvas a tenerla delante, no te vas a contener.
Y tiene razón.
Dios, ojalá no la tuviera.
Porque sé que en cuanto ella pulse mi nombre, aunque sea por error, aunque sea por despedirse… voy a ir. Voy a elegirla.
Aunque me rompa.
Aunque rompa a alguien más.
Aunque no debería.
#891 en Novela romántica
#282 en Novela contemporánea
destino amor prohibido, #deseoprohibido, #triangulos amorosos
Editado: 12.12.2025