Barcelona bajo la piel

Capítulo 24 - Gael

Habían pasado once días desde el cumpleaños de Bruno. Once.
Y yo seguía exactamente en el mismo sitio: atrapado en ella.

Once días intentando convencerme de que lo que pasó en ese pasillo había sido un error, un desliz, una estupidez que debía enterrar.
Once días sin conseguirlo.

Esa tarde estábamos de guardia. Turno interminable, sin tiempo ni para respirar. Y aun así, entre paciente y paciente, yo solo pensaba en ella. En su voz. En cómo me miró. En cómo tuve que apartarme porque si no la besaba.

Las sirenas todavía me retumbaban en la cabeza cuando Hernán y yo nos sentamos en el escalón trasero a comernos una chocolatina a medias, porque no había tiempo ni para cenar.

Él me miró de reojo. Ese cabrón siempre ve demasiado.

—¿Alguna novedad de tu cuñada? —preguntó con esa sonrisa idiota que usa cuando cree que está siendo gracioso.

La palabra me atravesó. Cuñada.
Como un golpe en el puto estómago.

—No la llames así —escupí sin pensarlo.

Hernán me miró de reojo, lento, como quien calibra un incendio.

—Tío… solo bromeo.

—Ya. —Tragué saliva, pasándome una mano por la cara—. Pero no me hace puta gracia.

Porque no era mi cuñada.
Porque no podía serlo, aunque me odiara al reconocerlo, aunque fuese lo último que debería sentir…

Gaia era mía. O al menos… lo que sentía por ella lo era.

Antes de que pudiera decir nada más, mi móvil vibró.
Un mensaje.

De Bruno.

> Bro, ¿te apetece unas cañas después del turno?

El corazón me dio un vuelco tan violento que tuve que cerrar los ojos.
Noté la culpa subir como un nudo espeso.

Le enseñé la pantalla a Hernán.

—Soy un hijo de puta —murmuré.

Y lo sentí. De una manera rotunda, asfixiante, que casi me dejó sin aire.
Bruno quería verme. Cenar conmigo. Reír un rato como siempre. Y yo… yo llevaba días sin poder pensar en otra cosa que no fuese la mujer con la que él estaba.

Él lo leyó y puso cara de “esto se va a complicar”.

—Gael… no has hecho nada. Aún.

—Aún —repetí, con una risa amarga—. Esa es la clave, ¿no?

Me pasé la mano por la nuca, inquieto, sintiendo esa corriente eléctrica que me recorría cada vez que pensaba en ella.

—Vienes conmigo.

—¿Qué? —rió—. ¿De niñera?

—De barrera humana —corregí—. Si no vienes, me voy a delatar.

Hernán me sostuvo la mirada unos segundos. Luego asintió, más serio de lo habitual.

—Vale. Te acompaño. Así controlo que no metas la pata.

Asentí, intentando calmar el temblor en las manos.

Le respondí a Bruno, pero decir “sí” a esa invitación era como caminar directo hacia una trampa que yo mismo había puesto.

Respiré hondo, guardé el móvil y nos preparamos para la siguiente ronda.

A las siete salimos del hospital y fuimos directos al bar donde Bruno solía quedar después del trabajo. Una terracita pequeña, de esas que huelen a cerveza derramada.

Bruno estaba allí, apoyado en la barra exterior, móvil en mano. Cuando nos vio, sonrió. Una sonrisa honesta, limpia. Una que me hizo sentir aún peor.

Me dio un abrazo, fuerte, como siempre.

—Tío, que bueno que estén aquí —dijo.

—Claro —respondí, tragando saliva—. ¿Qué tal?

Y entonces, sin aviso, sin posibilidad de anticiparlo…

Ella apareció.

Gaia.

Saliendo del interior del bar con dos cañas en las manos. No me vio al principio. Venía hablando con una chica —Sofía, creo que así se llamaba; la misma que estuvo en el cumpleaños de Bruno—. Las dos comentaban algo del camarero, riéndose. Gaia sacudió la cabeza, el pelo suelto moviéndose con ese gesto que llevo once días intentando olvidar sin éxito.
Gaia levantó la vista.

Y nuestros ojos chocaron.

No se cruzaron. No se encontraron. Chocaron.

Fue un impacto seco, una descarga que me atravesó el pecho como un golpe directo, sin aviso.

Ella se quedó quieta. Yo también.

Sofía siguió hablando dos palabras más hasta que se dio cuenta de que Gaia ya no la escuchaba.

Bruno, que tenía la cabeza metida en una historia que estaba contándole a Hernán, se giró justo en ese momento y la vio.

—Nena, mira quién ha venido —dijo con alegría tranquila, ajena a todo—. Gael.

Gaia parpadeó despacio. Tragó saliva. Y respiró hondo. Muy hondo. Yo también respiré… aunque no estoy seguro de que me entrara realmente oxígeno.

Sofi la miró como quien reconoce un incendio.
Un segundo después, me miró a mí. Igual.
Como si uniera puntos que nadie más había tenido el coraje de mirar de frente.




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