Barcelona bajo la piel

Capítulo 25 -Gaia

Salí con Sofi del interior del bar con dos cañas en la mano y la sensación de haber recuperado el aliento después de una semana y media de pura tensión. La música, el barullo, la calefacción demasiado alta… todo me tenía un poco mareada, pero al menos ahí dentro podía fingir que estaba bien.

Once días.
Once malditos días intentando convencerme de que podía olvidarlo.
Que podía seguir con mi vida. Con Bruno.

Mentira. Mentira absoluta.

Apenas cruzamos la puerta, Sofi me dice algo—una tontería sobre el camarero, creo—y yo asiento sin escuchar. Estoy intentando no vivir en mi propia cabeza, donde él no ha dejado de aparecer ni un segundo. No importa cuánto lo niegue. Ni cuánto me odie por ello.

Entonces lo veo.

Es él.

Gael.

Parado a unos metros, con Bruno a su lado. Alto. Muy alto. Ese tipo de altura que hace que el resto parezca encogerse. Los hombros anchos. La espalda recta. Musculoso sin exagerar, sin esa arrogancia de gimnasio… sino como alguien hecho para sostener peso, para cargar con cuerpos, para salvar vidas.

Me detengo en seco. La caña casi se me resbala de los dedos.

Mi corazón no late: me golpea. Como si hubiese estado esperando justo este momento para recordar lo fuerte que puede hacerlo.

Sofi se queda quieta a mi lado. Y, como si lo hubiera sabido desde siempre, como si algo en su cabeza encajara de golpe, me mira de reojo y luego lo mira a él. Después, sin avisar, deja su caña sobre una mesa cercana.

—Voy yo —murmura. Una frase pequeña, cargada de un “sé que esto te supera”.

Se adelanta sin dudar.

Se acerca a Gael primero —sonríe, lo saluda—, luego saluda a Hernán con un beso en la mejilla.

Yo sé exactamente lo que está haciendo. Está creando espacio. Tapando. Protegiéndome. Ella ha visto algo. O lo sospecha. O lo siente.

Gael la saluda con un gesto breve, cortado. Apenas la registra.

Sus ojos están clavados en mí.
Como si fuese lo único que existe.

Bruno, ajeno a todo, nos mira y sonríe.

—Nena, mira quién ha venido —dice, feliz—. Gael.

Nena.
Esa palabra me cae ahora como una piedra en el pecho.

Siento que todo me quema.

Me obligo a caminar. Un paso. Luego otro. No sé cómo no dejo caer la caña. No sé cómo no se me nota el temblor. No sé cómo mi cara no delata que me estoy rompiendo por dentro de todas las maneras posibles.

Sé que tengo que saludar. Sé que tengo que ser normal.

Él estaba inmóvil, pero su pecho subía y bajaba rápido. No sé si alguien más se dio cuenta. Yo sí. Yo lo sentí en la piel.

—Gaia —dijo él. Mi nombre. Apenas un murmullo.

Noté cómo me ardían las mejillas. Cómo me latía la garganta. Cómo algo en mí quería salir corriendo… y algo más fuerte me obligaba a quedarme.

Me incliné hacia él, como si mis piernas funcionaran por inercia, y le di dos besos. Uno en cada mejilla. Rápidos. Suaves. Educados.

Pero cuando mi piel rozó la suya, me atravesó un impacto literal. Un relámpago. Una corriente eléctrica que me recorrió entera y me dejó sin respiración.

No debería estar sintiendo esto. No con él. No así.

—Hola —susurré, y mi voz salió más baja de lo que pretendía.

Él cerró los ojos por un segundo. Un segundo. Como si el contacto le hubiese golpeado igual que a mí.
Retrocedí medio paso antes de hacer un desastre.

—Encantada —me adelanté a decirle al otro chico, intentando parecer normal.

Él sonrió.

—Hernán —respondió—. Compañero de desgracias del grandullón.

Asentí, sonriendo apenas. No lo conocía. Era la primera vez que lo veía.

Volví a cruzar la mirada con Gael.
Esa mirada que me desordena la sangre.
Y supe, con una certeza que me atravesó como un golpe: la noche… recién empezaba.




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