Barcelona bajo la piel

Capítulo 26 - Gael

No sé cuánto tiempo pasó desde que llegamos a la mesa. Dos minutos. Diez. A mí me parecieron horas.

Bruno, Sofi y Hernán hablaban sin parar, como si aquello fuera cualquier noche normal. Se reían de algo que dijo Hernán —el cabrón siempre sabe cómo soltar un chiste en el momento justo—. Alguna anécdota del hospital.

Gaia y yo… silencio.

No había pasado ni medio minuto desde que nos sentamos, y ya estaba arrepintiéndome de haber venido.

Gaia estaba ahí. A menos de un metro. Sentada justo enfrente de mí. Con ese jersey claro que le rozaba el cuello, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, con esa forma de mirar que me desmonta la respiración aunque intente evitar sus ojos.

Y porque yo sabía—de una manera tan animal que casi daba vergüenza admitirlo—que la quería tocar. Una sola vez. Un segundo. El dorso de su mano. El aire alrededor de ella. Algo.

Once días intentando olvidarla, y ahora tenía que hacer como si fuese una chica más en la mesa.

Ella tenía las manos entrelazadas sobre la mesa, como si necesitara sujetarse a algo para no desbordarse. Su respiración se aceleraba apenas cuando yo alzaba la vista. Y ese “apenas” era suficiente para que todo mi cuerpo reaccionase como si me faltara el aire.

Tenía tantas palabras atragantadas en la garganta que no sabía por cuál empezar. “Lo siento”. “No puedo dejar de pensar en ti”. “No me mires así”. “Dime que tú también”. “No puedo con esto”. “Estoy perdiendo la cabeza”.

Pero no dije nada.

Y ella tampoco.

El destino —o la mala leche del universo— decidió que Bruno sentado a su lado, como si fuera lo más natural del mundo, le pasara un brazo por los hombros mientras seguía contando algo, ajeno a la electricidad que llenaba el aire.

Ella se tensaba. Yo lo veía. Claro que lo veía.

Y cada vez que la mano de Bruno rozaba su hombro, cada vez que su cuerpo se inclinaba hacia él sin querer, algo dentro de mí se retorcía. Era físico. Como si alguien me clavara un puño en el estómago.

Intenté disimularlo. Intenté respirar. Intenté recordar que ese era mi hermano. Que ella era “su chica”. Que yo no tenía derecho a sentir nada.

Pero verla allí, tan cerca, tan jodidamente cerca… y tan prohibida…

Estaba perdiendo la batalla.

Hernán, que lo capta todo, empezó a hablar más fuerte, intentando arrastrarme a la conversación para que Bruno no notara nada raro.

Todos reían. Todos menos dos.

Gaia levantó la vista solo un segundo.
Un segundo. Y ese segundo me atravesó. Su mirada decía demasiadas cosas.

Era una mirada peligrosa.
Una invitación y una despedida al mismo tiempo.

Yo había enfrentado incendios, choques frontales, sangre, gritos, caos. Pero nada, absolutamente nada, me había dejado tan fuera de mí como sentarme frente a ella fingiendo que no pasaba nada.

Porque pasaba.

Porque entre ella y yo había algo latiendo bajo la mesa, algo que ninguno de los dos estaba nombrando, pero que iban a oír todos —tarde o temprano— como un estruendo.

Bruno seguía hablando.
Gaia seguía petrificada.
Yo seguía rompiéndome por dentro, en silencio.

Y entonces pasó.

Bruno, que llevaba todo el día esperando una llamada del diario, sacó el móvil y bufó.

—Joder, es del editor. Un segundo, ¿vale? —dijo mientras se levantaba.

Soltó el brazo de Gaia —casi un alivio físico para mí— y se apartó unos metros para contestar.

El bar estaba lleno, ruidoso, cálido. Pero de pronto, sin Bruno, sin su sombra entre los dos… el aire cambió.

Sofi y Hernán entraron solos en su nube particular, riéndose de vaya a saber qué. La mesa era larga pero de pronto estaba dividida en dos mundos: el de ellos, y el nuestro.

Yo apoyé los antebrazos en la mesa, respirando hondo. Gaia, al otro lado, hizo lo mismo sin darse cuenta. Y en ese espejo involuntario, se me aflojó todo.

—¿Estás bien? —pregunté, bajito, para que solo ella lo oyera.

Ella levantó la vista despacio. Esos ojos negros.
Otra vez esa jodida sensación de que el piso se inclinaba bajo mis pies.

—No lo sé —contestó, sincera. Sincera de una manera que casi dolía—. ¿Y tú?

—Menos —admití—. Bastante menos.

Gaia tragó saliva, inquieta. Movió la cerveza, girándola entre las manos.

—No esperaba… —empezó a decir, pero se detuvo.

—¿No esperabas verme? —terminé yo.

Ella negó con la cabeza lentamente.

—Me está costando respirar —susurró—. No sé disimularlo.

Joder.

Miré hacia donde se había ido Bruno, como si eso fuese a ayudarme a no perder la cabeza.

—No deberíamos hablar de esto aquí —dije, casi en un gruñido—. No así. No con él a dos metros.

—Lo sé —respondió ella, pero su voz sonaba como si lo que de verdad quisiera decir fuera no me sale no mirarte.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.