Cuando Sofi y Hernán dijeron que se iban, casi sentí que el aire cambiaba. Como si alguien hubiese cerrado todas las salidas posibles y solo quedáramos ella y yo en mitad de una habitación demasiado pequeña, demasiado cargada, demasiado… peligrosa.
Gaia y yo nos quedamos sentados frente a frente.
Dos vasos a medio terminar.
Dos respiraciones torpes.
Dos personas que llevaban once días esquivando un incendio que no dejaba de expandirse.
No sabía por dónde empezar.
Ella tampoco.
—Bueno… —dije por decir algo, por no mirar el sitio exacto donde Bruno había tenido su mano sobre su hombro hacía apenas unos minutos.
—Bueno —repitió ella, con una sonrisa pequeñísima, la típica que pone cuando intenta restarle importancia a algo que la está consumiendo por dentro.
Hubo un silencio raro, incómodo… pero también cálido.
—He visto tus fotos —dije al final, apoyando los codos en la mesa—. Las que tienes en Instagram. Las pocas que se pueden ver sin seguirte, quiero decir.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—¿Has buscado mis fotos?
—He buscado todo lo que he podido encontrar de ti —confesé sin adornos. Ya estaba cansado de contenerme.
Gaia respiró hondo. Muy hondo.
Ya no sonreía. Me miraba de verdad.
—¿Y qué… qué te han parecido?
—Que tienes una forma de mirar el mundo que jode —respondí, sin pensarlo demasiado—. Lo vuelves más humano. Más vivo. Más… tuyo.
La vi tragar saliva.
Y algo en su pecho se movió; lo noté.
—Siempre he querido exponerlas —admitió, bajando la voz—. En una galería. Alguna pequeña, no necesito que sea algo enorme… solo… verlas colgadas. Ver que a alguien le dicen algo.
Asentí despacio.
—Te van a colgar en muchas paredes —murmuré—. Te apuesto lo que quieras. No haces fotos: paras el mundo un segundo. Eso no lo hace cualquiera.
Me miró como si no supiera qué hacer con mis palabras.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Cuál era tu sueño antes de… todo esto? Antes de convertirte en el héroe de barrio que eres.
Me reí. Ella también. Y por primera vez esa noche, no dolió.
—No es un sueño muy épico —respondí—. Pero sí importante para mí. Quiero montar un programa de salud comunitaria. Atención en barrios vulnerables, sí, pero no solo eso… también educación, prevención, apoyo psicológico. Todo en un mismo sitio. Sin papeleo. Sin complicaciones. Que la gente pudiera entrar, pedir ayuda… y que no los mandasen a casa con un folleto.
Gaia me miraba como si acabase de decir algo grande. Más grande de lo que realmente era.
—Eso no es un sueño pequeño, Gael —dijo en voz baja—. Eso cambia vidas.
Me encogí de hombros, pero la verdad es que sus palabras me atravesaron.
Ella seguía allí, mirándome como si viera algo en mí que yo había olvidado hace tiempo.
—No sabía que… —comenzó, pero se detuvo, como si la frase le quemara en la lengua.
—¿Qué no sabías? —pregunté.
Gaia bajó la mirada un instante, y luego la subió otra vez. Directa. Sin escapatoria.
—No sabía que me ibas a gustar más cuando te conociera de verdad.
Sentí cómo me fallaba el aire.
Un segundo. Dos.
Lo suficiente para que mi cuerpo recordara que ella es el centro de cada cosa que llevo días intentando apagar.
Me incliné un poco hacia adelante. No demasiado. Solo… lo justo para que nuestras respiraciones se mezclaran.
—Gaia… —dije, y no pude decir nada más.
No podía hacer nada de lo que mi cuerpo estaba rogando hacer. Pero tampoco podía apartarme.
Ella tampoco.
Y ahí, en ese punto exacto donde el mundo podría haberse roto o podría haberse detenido… los dos supimos que ese equilibrio iba a durar muy poco.
Muy, muy poco.
La puerta del bar se abrió de golpe con una ráfaga de aire frío.
Gaia desvió la mirada un segundo.
Yo no.
Porque, por primera vez en once días… no quería apartar los ojos de ella.
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Editado: 30.12.2025