Barcelona bajo la piel

Capítulo 29 - Gaia

Salimos del bar sin un rumbo claro.
Ni él lo propone ni yo lo pregunto, pero los dos lo sabemos: ninguno quiere que esta noche termine. Todavía no.

El aire afuera está tibio, con ese olor a verano tardío mezclado con cerveza y ruido de ciudad. Caminamos despacio, como si cada paso necesitara permiso. A ratos hablamos; a ratos no. Y en esos silencios es donde más cosas pasan.

Gael camina a mi lado, grande, sólido, con ese andar suyo que parece hecho para cuidar espacios. A veces roza mi mano sin querer. O quizá sí. Yo tampoco retiro la mía.

No sé cuánto tiempo llevábamos así, bordeando calles sin mirar realmente dónde estábamos, cuando una silueta apareció delante de nosotros. Una mujer envuelta en faldas largas, pulseras tintineando, ojos oscuros que parecían saber demasiado.

—Guapos —dijo, con un acento espeso, como de humo—. Tenéis una energía que se reconoce. ¿Queréis que os lea la suerte?

Me frené. Gael también. Se miró los bolsillos como quien se ríe por dentro, pero no se apartó.

—No sé si… —empecé a decir.

Pero la gitana ya había dado un paso hacia nosotros. Y nos miró.
No a cada uno por separado.
A los dos juntos.
Como si fuésemos un solo golpe de luz.

—No hace falta que queráis —dijo—. Cuando las almas ya se han visto antes, ellas mismas me llaman.

Mi piel se erizó entera.

Gael soltó un suspiro corto, apenas audible. No dijo nada, pero sentí que algo en él también se encogía, como si estuviera escuchando algo que ya sabía.

La mujer levantó una mano y me tomó la muñeca. No me moví. No podía.

—Vosotros… —murmuró, cerrando los ojos un instante—. Vosotros no sois nuevos. Esto viene de lejos. Muy lejos. Quizá de antes de que nacierais. Quizá de otra vida. No lo sé. Pero os estabais buscando.

Sentí un nudo ascender desde el estómago hasta la garganta.
Gael levantó la mirada hacia mí. No dijo nada, pero la intensidad de esos ojos grises me atravesó entera.

—Tenéis el mismo hilo —añadió la gitana—. Y esos hilos no se cortan. Pueden tensarse, pueden confundirse… pero nunca se rompen.

Mi respiración tembló. Gael dio un paso ínfimo, casi imperceptible, acercándose.

La gitana sonrió como si viera demasiado.

—No temáis lo que ya es vuestro —sentenció—. Habéis tardado, pero al fin os habéis encontrado.

Gael se llevó la mano al bolsillo trasero y sacó un billete sin mirarlo. Se lo tendió.

Ella lo aceptó, pero antes de irse, lo agarró del antebrazo.
A él.
Solo a él.

—Un consejo, guapo —dijo, bajando la voz—. No la dejes escapar. Esa mujer… —señaló hacia mí con la barbilla—. Es el amor de todas tus vidas.

Y se fue.
Así, sin más.
Dejándonos ahí, en mitad de la acera, con el eco de esas palabras retumbándonos en lugares donde no deberíamos dejar que entraran.

Gael me miró entonces.

Y no hizo falta que dijera una sola palabra.
Yo ya lo sentía todo.




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