Barcelona bajo la piel

Capítulo 30 - Gael

La gitana se alejó calle abajo, con ese tintineo de pulseras que parecía reírse de nosotros, un eco metálico que cortaba el aire frío de la noche. Se marchaba con la calma de quien sabe que ha prendido la mecha y solo tiene que sentarse a esperar la explosión. Como si supiera exactamente la bomba que acababa de dejarnos en el pecho, una verdad que ninguno de los dos se había atrevido a verbalizar, pero que ya nos estaba devorando por dentro.

Nos quedamos ahí, quietos en medio de la acera. No sabíamos muy bien qué hacer con el aire, que de pronto pesaba demasiado, ni con el cuerpo, que se sentía extraño, ajeno. Todo eso que llevaba días ardiéndonos por dentro.

​—Madre mía… —murmuró ella, casi sin voz, un susurro que el viento se llevó casi antes de nacer.

Yo no contesté. No podía. Tenía la mandíbula tan tensa que los músculos me dolían; sentía que, si articulaba una sola palabra, me abriría en dos y dejaría salir todo el hambre, toda la rabia y toda la devoción que había intentado asfixiar durante semanas.

​Seguimos caminando en silencio. Pasos lentos, calculados, como si avanzáramos por un campo de minas donde cualquier movimiento en falso fuese a romper algo irreparable. O a arrancárnoslo definitivamente del pecho. Ella caminaba con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, los hombros rígidos, la mirada fija en las baldosas húmedas. Yo no necesitaba mirarla para saber qué estaba pensando; podía sentir su vibración, su respiración entrecortada, el aroma de su perfume. Me estaba quemando la piel solo por su proximidad.

​Y entonces, sin pensarlo, sin medir las consecuencias desastrosas que esto tendría mañana, estiré la mano y la agarré. No fue un roce tímido. Fue un anclaje. Firme. Casi con una desesperación violenta, como el náufrago que se aferra a lo único que lo mantiene a flote en mitad de la tormenta.

​Ella se detuvo en seco. El tiempo pareció congelarse. Miró nuestras manos entrelazadas, y luego subió la vista hacia mí. Sus ojos eran dos pozos de confusión y deseo contenido. Y ahí, bajo la luz de una farola que parpadeaba, se acabó cualquier intento de hacer las cosas bien. Se acabaron las reglas, los códigos de honor y las promesas hechas a otros.

​—Gael… —susurró.

​Esa voz rota. Ese tono de advertencia que en realidad era una súplica. Me mató y me resucitó al mismo tiempo.

​—No —dije, y mi voz sonó más baja, más grave, cargada de una autoridad que nacía del dolor—. No digas nada todavía. No me pidas que sea racional, porque he gastado toda mi jodida cordura intentando alejarme de ti.

​Ella tragó saliva, y el movimiento de su garganta me pareció lo más erótico y desgarrador del mundo. Di un paso hacia ella. Luego otro. Sin soltar su mano, tirando de ella hacia mi espacio personal hasta que el calor de su cuerpo empezó a derretir mi resistencia.

​—Llevo once días, Gaia… —mi voz salió áspera, sincera, sin los filtros que suelo usar para protegerme del mundo—. Once días contando cada minuto, cada segundo, intentando comportarme como si esto no existiera. Como si pudiera entrar en una habitación y no buscarte con la mirada. Como si tú no… —cerré los ojos un instante, apretando sus dedos— no me estuvieras volviendo loco. No es solo deseo, es una invasión. Estás en todas partes. En lo que como, en lo que duermo, en lo que respiro.

​Ella abrió los labios, pero el aire se le quedó atascado. Quería defendernos, o tal vez defenderse de mí, pero no pudo.

​—Y luego viene una gitana —continué, acortando la distancia hasta que nuestras narices casi se rozaban— y dice esa locura de que nuestras almas se conocen. Que venimos buscándonos desde otras vidas, cruzando océanos de tiempo solo para volver a tropezar aquí.

​Reí sin humor. Un sonido bajo, seco, cargado de una ironía amarga que me raspó la garganta.

​—Como si hiciera falta que lo dijera alguien. Como si yo no lo sintiera cada vez que te acercas y mi sangre empieza a golpear contra mis venas recordándome que no soy de piedra.

Mi corazón iba desbocado, un tambor de guerra en mi pecho. El suyo también; lo sentía a través de nuestros dedos entrelazados, un pulso frenético que respondía al mío en una sincronía perfecta y aterradora.

​—Gael… Bruno… —intentó ella, pronunciando el nombre que debía ser nuestro límite, nuestra frontera infranqueable.

​Y ahí fue cuando su nombre, el de mi hermano, me dolió como una puñalada. Pero no fue el dolor de la culpa, no todavía. Fue el dolor de la verdad desnuda. El saber que, pasara lo que pasara después de esta noche, el orden del universo se había alterado para siempre. Ya no había vuelta atrás. No podíamos volver a ser quienes éramos hace diez minutos.

​Respiré hondo, llenando mis pulmones de ella. La miré con una intensidad feroz, como si necesitara tatuar cada detalle de su rostro —la curva de sus pestañas, la pequeña peca cerca de su labio— en mi memoria, por si mañana el mundo se acababa.

​—Voy a hacer algo que va a joderlo todo, Gaia. Lo sé. Tú lo sabes. Vamos a incendiar la casa con nosotros dentro.

​Silencio absoluto. La ciudad parecía haber desaparecido. No había coches, ni gente, ni pasado, ni futuro. Solo el presente, vibrando entre nosotros como un cable de alta tensión a punto de romperse.

​Se me tensó el pulso. Ella inhaló profundamente, buscando un oxígeno que ya no le llegaba. Sentí cómo su mano temblaba violentamente en la mía… pero no intentó soltarse. Al contrario, sus dedos se cerraron sobre los míos con la misma urgencia.




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