No recuerdo quién de los dos dijo “vamos”. Ni siquiera recuerdo si lo llegamos a decir. Solo sé que, cuando reaccioné, el mundo se había reducido a nosotros dos y al frío de la pared del portal golpeándome la espalda. Gael estaba encima de mí, invadiendo mi espacio con una urgencia que me cortó la respiración. Sus manos se estrellaron contra la pared, a cada lado de mi cabeza, encerrándome en una jaula de calor y músculo.
—Las llaves, Gaia. Ahora —soltó él. Su voz era puro fuego, una orden rota por la necesidad.
Mis dedos temblaban tanto que el llavero se me resbaló. Él lo atrapó antes de que tocara el suelo, pero no se alejó. Cubrió mis manos con las suyas, apretándolas un segundo contra mi pecho. Su mirada bajó a mis labios con una fijeza que me hizo vibrar. Metió la llave, abrió y me empujó hacia el vestíbulo oscuro, pero no con brusquedad, sino con una posesividad que me hizo sentir el centro de su universo. El golpe de la puerta al cerrarse fue el fin de cualquier rastro de cordura.
Llegamos al ascensor en un silencio que quemaba. No nos mirábamos, pero su cuerpo buscaba el mío en cada paso, rozando mi brazo, mi hombro, como si necesitara confirmar que seguía ahí. Cuando entramos, Gael golpeó el botón del piso y, antes de que las puertas se cerraran, me tenía acorralada contra el espejo.
—No deberíamos… —empecé a decir, pero mi voz se deshizo cuando sentí sus manos en mi cara.
Me sujetó las mejillas con una delicadeza que me dolió más que cualquier empujón. Sus pulgares acariciaron mis pómulos mientras me obligaba a mirarlo. Sus ojos grises estaban empañados de un deseo tan oscuro que me dio escalofríos, pero el modo en que me sostenía era casi reverente.
—Llevo once días muriéndome, Gaia —gruñó, pegando su frente a la mía—. Once días queriendo arrancarte la ropa y, al mismo tiempo, queriendo protegerte de mí mismo. No me pidas que pare ahora. No puedo. Me tienes enfermo de ganas.
Su boca se estrelló contra mi cuello. No fue un beso suave, fue un reclamo. Pero entre cada mordisco, sentía la caricia de su lengua, la forma en que su aliento caliente me pedía perdón y permiso a la vez. Gemí, echando la cabeza hacia atrás, y mis manos se clavaron en sus hombros, rompiendo mi resistencia. El ascensor subía y cada centímetro de su cuerpo estaba aplastando el mío. Sentí su urgencia, dura y palpitante, presionando contra mi vientre. Él soltó un gruñido bajo, que mezclaba dolor y placer.
—Gael… —jadeé, buscando sus labios.
Él me tomó las manos y las entrelazó con las suyas, clavándolas contra el espejo por encima de mi cabeza. Se detuvo un segundo, solo uno, para mirarme con una desesperación que me partió el alma.
—Si te toco como quiero tocarte —susurró contra mi boca—, no habrá vuelta atrás. Serás mía en cada forma posible. Dime que me quieres tanto como yo a ti, Gaia. Dímelo antes de que me pierda del todo.
—Te quiero a ti —respondí, y fue la verdad más pura de mi vida—. Te quiero a ti, Gael. Solo a ti.
Eso fue la detonación. Sus labios se estrellaron contra los míos en un beso que sabía a hambre acumulada y a una ternura violenta. Nuestras lenguas chocaron con una ferocidad que nos hizo sangrar el labio, pero sus manos seguían entrelazadas con las mías, apretándome con una devoción que me hacía temblar.
Las puertas se abriron. Salimos a trompicones, mis piernas enredándose con las suyas en el pasillo. Gael me empujó contra la pared, pero su mano se interpuso entre mi cabeza y el cemento para que no me hiciera daño. Ese gesto, tan pequeño y tan él, me terminó de destrozar. Me elevó por los muslos y envolví mis piernas alrededor de su cintura, desesperada por sentir el calor de su piel sin la barrera de la ropa.
—La llave… —logré articular mientras él devoraba mi escote, dejando marcas que serían imposibles de ocultar.
Él abrió la puerta con una mano mientras me sostenía con la otra, demostrando una fuerza que me hizo soltar un sollozo de deseo. Entramos y el apartamento nos tragó. No encendimos las luces. No hacía falta. El incendio estaba en nosotros.
Gael me bajó suavemente hasta que mis pies tocaron el suelo del recibidor, pero no me soltó.
—Perdóname —susurró contra mi oído mientras me deshacía la cremallera de pantalón con manos torpes—. Perdóname porque no voy a poder ser delicado. Te he deseado tanto que me duele el pecho, Gaia. Me duele cada vez que respiras y no es para mí.
Me desnude lentamente frente a él. Gael se detuvo. Sus ojos recorrieron cada curva de mi cuerpo con una adoración que me hizo sentir la mujer más hermosa de la tierra. Se quitó la camisa con un movimiento brusco, dejando a la vista ese torso que yo había soñado tocar mil veces. Cuando su piel chocó contra la mía, la descarga fue tan fuerte que mis rodillas cedieron.
Él me atrapó al vuelo, sentándome sobre el mueble del recibidor. Se metió entre mis piernas, abriéndolas, y hundió la cabeza en mi regazo, respirando hondo sobre la tela de mis bragas.
—Eres mi perdición —murmuró, su voz vibrando en lo más íntimo de mi ser—. Mi maldita y hermosa perdición.
Subió de nuevo hacia mis labios, besándome con una mezcla de desesperación contenida. Sus manos me recorrían con una urgencia que no admitía pausas, pero cada vez que sus dedos rozaban una zona sensible, se detenía un milisegundo para acariciar, para asegurarse de que yo estaba ahí, con él.
#658 en Novela romántica
#234 en Novela contemporánea
destino amor prohibido, #deseoprohibido, #triangulos amorosos
Editado: 30.12.2025