Su voz… Dios. Su voz. Me atravesó como un pulso eléctrico y directo. No pensé. No pude.
Estando ya así, piel contra piel en la penumbra del recibidor, la besé con una voracidad que dolía. Necesitaba memorizar cada borde de su boca. Gaia respondió abriendo los labios, reclamándome, pegando sus pechos desnudos contra mi torso en una súplica silenciosa que me terminó de desquiciar. No pude evitarlo. Bajé la cabeza y capturé uno de sus pezones con la boca, rodeándolo con la lengua antes de succionar con una fuerza que le arrancó un grito agudo, un sonido que vibró directamente en mi paladar. Lo lamí y lo mordí con una desesperación hambrienta, marcándola, mientras mis manos, en una sincronía perfecta, bajaban por sus caderas.
Apreté sus nalgas con firmeza, hundiendo mis dedos en su carne y elevándola contra mí, obligándola a sentir mi dureza presionando directamente contra su humedad a través del poco aire que quedaba entre nosotros. El contraste de su suavidad contra mi urgencia me hizo soltar un gruñido bajo, gutural. En ese instante, ella no era solo una mujer prohibida; era mi alimento, mi centro, y yo era un hombre dispuesto a morir por un segundo más de este incendio.
—Dios… —jadeé entre sus labios—. Llevaba… tanto tiempo imaginando este calor, Gaia. Me tienes quemándome por dentro.
Se arqueó hacia mí, hundiendo las uñas en mis hombros, y cada movimiento suyo era una provocación. Deslicé mi boca por su cuello, mordiendo suavemente el lóbulo de su oreja mientras mi mano bajaba entre nosotros, buscando ese centro donde ella ya estaba esperándome, empapada y vibrante.
—Gael… no pares —murmuró, casi implorando, su pelvis moviéndose rítmicamente contra la mía—. No ahora que por fin sé cómo se siente tu piel.
—Nunca —contesté, ronco, rendido—. No podría soltarte aunque quisiera.
La alcé del suelo en un movimiento impulsivo, y sus piernas rodearon mi cintura de inmediato, anclándose a mí. Encajábamos de una forma obscenamente perfecta. Caminé con ella a cuestas hacia la habitación, sintiendo la fricción en cada paso, un roce eléctrico que me hacía apretar los dientes para no correrme ahí mismo.
La luz tenue dibujaba sombras plateadas sobre su cuerpo mientras la dejaba sobre las sábanas. Me quedé sobre ella, admirando el contraste de su piel clara contra la mía, la forma en que sus pechos subían y bajaban en una respiración rota.
—Gaia… —jadeé cuando sus dedos rodearon mi miembro, recorriéndolo con una curiosidad que me hizo soltar un sollozo de placer—. No tienes ni idea de lo cerca que estoy de perder el juicio.
—Piérdelo conmigo —respondió ella, y su voz tenía una fuerza que me estremeció—. No quiero que te controles, Gael. Quiero todo de ti.
Tomó mi mano y la llevó a su sexo. Estaba ardiendo. Deslicé dos dedos dentro de ella, sintiendo cómo sus paredes me apretaban, calientes, líquidas, dándome la bienvenida. Ella echó la cabeza hacia atrás, gritando mi nombre, mientras yo la preparaba, devorando con la mirada la forma en que su cuerpo reaccionaba a mi tacto.
—Mírame —le pedí, con mi voz ronca—. Quiero que veas quién te está reclamando.
Me posicioné entre sus muslos, abriéndolos de par en par, y hundí mi rostro en ella un segundo, inhalando su aroma más íntimo. Estaba al límite. Con un impulso decidido, lento pero implacable, entré en ella.
Su boca se abrió en un gemido sordo que me atravesó. Me detuve a mitad de camino, dejando que su cuerpo se acostumbrara a mi tamaño, a mi grosor, a la forma en que la estaba estirando. Ella me rodeó con las piernas, tirando de mi espalda para que entrara hasta el fondo.
—Joder, Gaia… —mi voz salió como un rugido profundo cuando finalmente me hundí del todo, sintiendo su cuello uterino golpear contra mí—. Así… así es como te quería. Llenándote entera.
—Sí… —sus uñas se clavaron en mis glúteos, empujándome a seguir—. Más… Gael, más profundo.
Empecé a moverme con una cadencia salvaje. No era solo sexo, y lo sabíamos. Cada embestida era potente, impulsiva, haciendo que nuestras pieles chocaran con un sonido húmedo y rítmico que llenaba la habitación. Sus pechos rebotaban contra mi pecho, sus labios buscaban los míos en besos hambrientos que nos dejaban sin oxígeno.
—Mírame —me pidió entre jadeos—. Dios… Gael, te siento en cada nervio de mi cuerpo…
La miré, y la devoción me golpeó de frente. Sus ojos estaban dilatados, vidriosos por el placer, y supe que en ese momento ella era mi perdición. Empujé con más fuerza, buscando ese ángulo que la hacía arquear la espalda y gritar. La sentí temblar, las paredes de su cuerpo empezaron a contraerse alrededor de mí en espasmos deliciosos que me hicieron ver estrellas.
—Eso es… —gruñí contra su oído, mordiendo su hombro para no gritar yo también—. Ven conmigo, Gaia. No me dejes solo en esto.
La besé con hambre, mis manos entrelazadas con las suyas contra la almohada, nuestras respiraciones fundidas en un solo caos. Ella se aferraba a mí como si fuera su salvación, y yo me hundía en ella como si fuera mi única verdad.
—Soy tuyo —le prometí, sintiendo cómo el clímax empezaba a estallar en la base de mi columna—. En esta vida… y en todas.
Nos movimos en una última racha de movimientos desesperados, piel contra piel, alma contra alma, hasta que el mundo se deshizo en una explosión de luz y calor blanco. Ella se contrajo con fuerza, gritando mi nombre al vacío, y yo me vacié dentro de ella con una intensidad que me dejó el pecho ardiendo, entregándole cada gramo de mi ser.
#658 en Novela romántica
#234 en Novela contemporánea
destino amor prohibido, #deseoprohibido, #triangulos amorosos
Editado: 30.12.2025