Nunca había sentido algo así. Esa sensación de estar volviendo a un lugar que no sabía que era mío, pero que mi piel reclamaba como su único hogar.
El estallido ya había pasado, pero la onda expansiva seguía recorriéndome los nervios. Gael se mantenía sobre mí —y todavía profundamente dentro de mí—, y cada respiración suya, pesada y caliente, era una respuesta física en mi propio cuerpo. El cuarto entero parecía haber desaparecido; no existían las paredes, ni el edificio, ni la ciudad. Solo estábamos nosotros dos, encajados con una precisión quirúrgica, como si esta unión hubiese sido escrita en algún registro antiguo mucho antes de que yo soltara mi primer llanto al nacer.
Sentía los espasmos del placer recorriendo mis paredes internas, abrazándolo en pequeñas pulsaciones eléctricas que le hacían apretar los dientes.
—Gaia… mírame —me pidió. Su voz era puro acero roto, hecha añicos por la intensidad de lo que acabábamos de compartir entre los dos.
Obedecí. Abrí los ojos y me encontré con los suyos. Y ahí fue cuando caí del todo, sin paracaídas. Sus pupilas estaban tan dilatadas que el gris azulado era apenas un anillo de fuego que parecía reconocerme, nombrarme y reclamarme como algo que siempre le perteneció.
Sentí que si se alejaba, yo me desarmaría. Mis piernas, aún enredadas en su cintura, se apretaron un poco más, queriendo retener ese calor, esa plenitud que me hacía sentir completa.
—No te vayas —susurré, apenas un aliento contra sus labios—. Quédate conmigo… así… un poco más.
—Estoy aquí —jadeó él, hundiendo la frente en la mía. Sentí su pulso galopando contra mi piel—. No me voy a ningún sitio… joder, Gaia, no podría aunque mi vida dependiera de ello. Estoy anclado a ti.
Sus labios encontraron los míos de nuevo, pero ya no era el beso hambriento de hace unos minutos. Era un beso torpe, desesperado de una forma distinta; de esos que no buscan el control, sino la entrega total. Sentí cómo su respiración se quebraba contra mi boca, cómo sus manos acariciaban mis caderas con una lentitud que me hacía vibrar. Mi nombre se le escapaba entre dientes, como un mantra, cada vez que un nuevo espasmo nos recorría a los dos, recordándonos que nuestros cuerpos seguían comunicándose a un nivel que las palabras no podían alcanzar.
El mundo seguía siendo un borrón. Solo quedaba la solidez de su peso, el calor de su pecho contra mis senos y la forma en que él me sostenía, como si fuera la única cosa valiosa en un mundo que acababa de saltar por los aires.
—Gael… —mi voz salió rota, temblando por la debilidad de mis músculos—. No pares… por favor… no te alejes todavía.
—No voy a parar de tocarte, Gaia. Nunca —su boca rozó mi mejilla, mi cuello, buscando ese rastro de sudor y deseo—. Te lo prometo. Déjame… déjame quedarme aquí hasta que se nos olvide quiénes somos fuera de esta cama.
Lo sentí. Una nueva ola, más suave pero más profunda, subió desde mis entrañas. Era ese calor que me rompía y me armaba al mismo tiempo. Intenté decir su nombre, pero solo me salió un gemido ahogado, un temblor que me recorrió desde los pies hasta la nuca. Un “sí, sí” que ni siquiera sabía que estaba pronunciando, pero que él entendió perfectamente.
Gael me sostuvo fuerte, sus brazos rodeándome como si supiera exactamente la fragilidad de mi cuerpo en ese instante. Como si me hubiera estado esperando durante siglos para este preciso momento de vulnerabilidad.
—Gaia… joder… eres… —no terminó la frase. La respiró. La hundió en mi cuello.
Mi cuerpo se arqueó una vez más contra el suyo, perdiéndose en los últimos ecos del incendio. Me vine con un grito suave, una nota alta que se quedó atrapada en el hueco de su hombro, allí donde el olor de su piel me envolvía como un refugio.
Noté cómo él se tensaba, cómo su respiración se cortaba por un segundo mientras mi nombre se le escapaba en un hilo quebrado, casi un sollozo. Me abrazó con una posesividad que me hizo sentir suya hasta la médula. Su cuerpo tembló dentro del mío, una última pulsación cálida y entregada que selló nuestro pacto silencioso.
El mundo se detuvo por completo. Éramos nosotros. Solo nosotros, en el centro del huracán.
Cuando el temblor finalmente nos dio tregua, Gael bajó lentamente sobre mí, pero cumplió su palabra: no se separó. Mantuvo esa unión física mientras su respiración chocaba con mi clavícula. Yo hundí los dedos en su pelo, sintiendo la humedad del esfuerzo, y aspiré ese olor a piel, noche y nosotros que ya sentía como mi única casa.
—¿Estás bien…? —preguntó después de un largo silencio. Su voz era tan bajita que parecía tener miedo de romper el encanto de la penumbra.
—Sí —susurré, acariciando la base de su nuca—. Contigo… siempre.
Lo sentí sonreír contra mi piel. Una de esas sonrisas que no se ven con los ojos, pero que se sienten enteras en el alma. Se quedó ahí, llenándome, respirándonos un momento más. Después, con una ternura que me desarmó, me besó el hombro con una devoción casi religiosa antes de dejarse caer a mi lado.
Pero no se alejó. Me arrastró con él, acomodándome encima de su pecho, envolviéndome entre sus brazos y cubriéndonos con la sábana como si quisiera protegernos de la realidad que esperaba tras la puerta. Su mano empezó a acariciarme la espalda, trazando círculos lentos, hipnóticos. Mi mano buscó su pecho, donde su corazón seguía latiendo con la fuerza de un tambor de guerra, igual que el mío.
#658 en Novela romántica
#234 en Novela contemporánea
destino amor prohibido, #deseoprohibido, #triangulos amorosos
Editado: 30.12.2025