barrio31

Capítulo 9: Llega la policía

19:00 horas. Oficina del Grupo 3.

Pablo, David y el exboliviano Manuel analizaban mapas de flores cuando Alan irrumpió con el resto del equipo.

—¿Salieron de paseo? —preguntó Pablo desde su silla, voz tranquila pero ojos afilados.

Alan tragó un gran sorbo de agua de un solo golpe y respondió con desparpajo:
—Un cabrón estaba molestando a mi familia. Fuimos a educarlo. Todo solucionado.

Pablo sostuvo su mirada por tres segundos letales antes de asentir:
—Bien. Ahora enfoquémonos en el caso.

—¿Jornada nocturna completa? —Alan se sentó en el borde del escritorio de Pablo, balanceando las piernas como un niño rebelde—. Oye, hermano, ¿me das un cigarro?

—Se acabaron los Redpoint —respondió Pablo, manteniendo una sonrisa profesional.

—¡Mierda! —Alan sacó su vapeador de un cajón, inhalando una nube de sabor a mango podrido—. ¿En serio trabajaremos toda la noche?

—Hugo ordenó acelerar la investigación —afirmó Pablo—. Hoy inspeccionaremos las zonas de venta en Telmo. Buscaremos patrones.

Antes de que alguien reaccionara, Alan saltó del escritorio y escupió:
—¡Para qué complicarse! Esos bastardos venden pastilla a plena luz. Vamos ahora, arrestemos a unos cuantos y que sangren en el interrogatorio.

—¿Crees que eso funcione? —preguntó Pablo, ignorando la arrogancia de Alan—. ¿Ir directamente a las tiendas?

David abrió la boca para responder, pero Alan interrumpió con un gesto de impaciencia:
—¡Claro que sí! Golpeemos ahora, antes de que se filtre la información. Sacaremos la verdad a golpes.

Pablo, desconfiando de la estrategia de "puños primero, cerebro después" de Alan, buscó una voz sensata:
—David, ¿tú qué opinas?

—No conozco bien la zona —respondió David con evasión profesional.

—¡JA! —Alan soltó una carcajada que resonó en las paredes—. El niño David siempre inventa excusas para esquivar el trabajo sucio. ¡Nunca ha pisado Flores de noche!

Aunque el insulto quemaba, David solo sonrió con resignación, acostumbrado al desprecio.

—Pablito —Alan se inclinó sobre el escritorio, invadiendo el espacio personal del líder—, confía en mi experiencia. Asaltemos las tiendas, saquemos información caliente, y listo. —Giró hacia el grupo—. ¡Preparen las esposas y las escopetas! ¡

El equipo, acostumbrado a obedecer a Alan, comenzó a prepararse. Pablo permaneció sentado, clavando una mirada gélida en Alan mientras decía:
—Bien. Veamos qué pasa.

Alan saltó del escritorio y dio una palmada amistosa —demasiado fuerte— en el brazo herido de Pablo:
—Hermano, el Grupo 3 es tu suerte. Aquí no hay intrigas. Hablas claro, y todos te respaldarán.

Pablo contuvo un gruñido de dolor, examinando disimuladamente su herida.

—¡Mierda! Olvidé lo del balazo —Alan retrocedió, fingiendo preocupación—. ¿Estás bien?

—Ve por las escopetas —dijo Pablo con voz neutra, ocultando el resentimiento.

Mientras Alan salía, Pablo observó su espalda con ojos analíticos. ¿Un lobo estúpido o un zorro disfrazado?

David se acercó con falsa empatía:
—Alan no es como Leo. Es bruto, pero leal. No te lo tomes personal.

En cualquier otro lugar, Pablo habría mantenido distancia de alguien como Alan. Pero aquí no podía: trabajaban codo con codo cada día. Las payasadas de Alan —dando órdenes sin jerarquía, usurpando autoridad, desafiando su liderazgo frente al equipo— erosionaban la credibilidad de Pablo como líder. El problema crucial: el Grupo 3 adoraba a Alan. Confrontarlo de entrada sería prender una mecha en tensiones internas.

Mientras Pablo calculaba su próxima jugada, David estudiaba cada tic de su rostro. ¿Cuánto aguantará el novato antes de explotar? ¿Caerá como los anteriores?

20:30 horas. Calle BoBo, barrio de Flores.

Dos patrullas estacionaron en la entrada de la calle BoBo, considerada el corazón del caos en Flores. Pablo y su equipo, vestidos de civil, descendieron con movimientos estudiadamente casuales.

La escena que se desplegaba ante ellos era un retrato distópico:
- Luces rosadas titilaban sobre portales donde mujeres en ropa mínima coqueteaban con transeúntes, sus sombras danzando como marionetas rotas.
- En rinculos oscuros, esqueletos humanos bajo efecto de drogas se mecían con miradas vacías, mocos secos pegados a sus barbillas.
- El aire olía a orina, marihuana barata y desesperación crónica.

BoBo albergaba a miles de "residentes legales" sin empleo ni futuro: una masa de sobrevivientes diarios que robaban hoy para comer mañana, sin certeza de ver otro amanecer en el gélido invierno de Barrio 31.

Pablo, curtido por años en las zonas caóticas, avanzó con la cabeza gacha, ignorando los murmullos y miradas sospechosas. Tras diez minutos de recorrer callejones infestados de basura, el grupo se detuvo frente a un local sin letrero.

—Ahí venden las pastillas falsas —susurró Alan, señalando una puerta corroída por la humedad.

—Parece tranquilo —observó Pablo, escaneando las ventanas tapiadas con cartón—. Si entramos ahora, ¿podremos hacer arrestos limpios?

David, pegado a la pared, respondió:
—Necesitamos pruebas. Esperemos a que un cliente compre, luego actuamos.

—Pero si operan tan abiertamente —Pablo frunció el ceño—, ¿no tendrán vigilancia? No podemos alertarlos.

—¡Nadie los ha molestado antes! —bufó Alan, impaciente—. Si esperas a reunir "pruebas perfectas", ¡se esfumarán como humo!

Pablo, consciente de su inexperiencia en CABA, buscó otro ángulo:
—Manuel, ¿tú qué opinas?

El exboliviano ajustó su chaleco antibalas:
—Nunca perseguimos estos casos. Pero si demoramos, los soplones de la comisaría les avisarán.

Tras una pausa táctica, Pablo ordenó:
—Las patrullas son demasiado visibles. Manuel, Luis: estacionen los coches tres calles al este y esperen señal de radio.

—¡Entendido!
—¡Sí, jefe!

—El resto: dispersos. Verifiquen armas, munición y chalecos antibalas —ordenó Pablo con voz tensa—. Entramos cuando un cliente compre.




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