La vieja y legendaria biblioteca Santa Margarita. Hace unos años fue reemplazada por una más moderna, con un edificio más acorde a los nuevos que forman parte de la ciudad.
La antigua biblioteca poco a poco fue dejada de lado, disminuyendo año a año las visitas. “La Margarita Gris”, como solían llamarle los estudiantes, sigue ahí, alta, solemne, como una vieja anciana elegante y orgullosa, llena de conocimientos que guarda con recelos. Cuál castillo embrujado de magia, fantasía y letras, resiste el tiempo, cuyas salas ya no suelen estar atiborrada de estudiantes como tiempos antaño. Ya no suelen escucharse las risas de los niños, ni los jóvenes que ruidosos eran acallados por la bibliotecaria en la entrada, ni de los hombres y mujeres que buscaban un libro en el cual conocer mundos irreales, lejanos, viajar sin moverse de su lugar, reír, llorar y soñar.
Pero magnífica, al fin y al cabo, a pesar de los años y el olvido que comienza a carcomer a la vieja biblioteca. Es imposible para Valentina no observarla con un aire de admiración y curiosidad. La joven, de largos cabellos castaños, de pálida tez y figura delgadísima, no sale de su ensoñación hasta que su tía le llama la atención con poca sutileza. Alza sus ojos marrones en dirección al hombre que acompaña a su tía, quien carraspea con severidad.
—Demasiado jovencita ¿Está segura? —señala sin dejar de observarla con fijeza.
—Le aseguro mi querido señor que mi sobrina es una muchacha muy responsable y trabajadora —respondió la mujer mayor modulando cada palabra como si estuviera leyendo un libro. Cuya cabellera gris bien peinada y tomada todo en un moño alto, sin un mechón que escape de él, le da un aspecto más severo, acompañado del ceño arrugado y la expresión contante de estar mordiendo un limón.
Valentina observa con timidez a ambos que se alejan por los pasillos mientras hablan de sus futuras condiciones laborales y su remuneración. Titulada hace poco en estudios de Bibliotecología y Documentación, su tía le ofreció trabajar como bibliotecaria junto con ella en este lugar. A su madre le pareció una buena oportunidad y la animó a aceptar la invaluable oferta. Aunque trabajar con una tía a la que poco conoce la pone algo ansiosa.
—¡Valentina! —la llamó su tía con el ceño arrugado—. La chica es trabajadora, esforzada... pero a veces es algo distraída —al decir estas palabras la mujer le dirigió una sería mirada a la joven, quien sin saber cómo responder a esto solo optó por desviar la mirada.
—Está bien —señaló el hombre de baja estatura y algo regordete. Sus gruesas cejas siguen mostrándose adustas y desconfiado por las habilidades de la chica—. La tendremos a prueba.
—Excelente, le aseguro que no se arrepentirá —agregó la mujer con una leve sonrisa.
Cuando el hombre se retiró, la anciana se volteó con seriedad hacia su joven sobrina. Valentina se enderezó tal como si estuviera en el ejército frente a un soldado de grado superior. Esto le pareció en cierta forma gracioso a la mujer mayor, pero mantuvo su compostura y su seria expresión ante el rostro incómodo de la más joven.
—Espero que puedas demostrarle a Don Ricardo que eres apta para el puesto...
—Tía Ágata —la interrumpió la muchacha—. Ese hombre es el dueño de la biblioteca.
La mujer tosió ante la mal educada interrupción, pero en vez de dar clases de cortesía prefirió responderle, más adelante tendría tiempo de recordarle la correcta educación que una bibliotecaria de Santa Margarita debería tener.
—La biblioteca funciona principalmente con aportes de privados, la familia de Don Ricardo Sotomayor son los mayores benefactores, por lo tanto, tienen injerencia en las decisiones respecto a este lugar. Y... —al ver el intento de Valentina a hablar—, no vuelvas a interrumpirme de esa forma. Sígueme, te mostraré el lugar.
Ágata sacó un gran manojo de llaves para abrir dos enormes puertas de madera, empujarlas no fue fácil, tuvieron que poner esfuerzo hasta que ambas puertas quedaron lo suficientemente abiertas para permitir que entrara la luz del sol.
Valentina no pudo evitar sonreír cuando sus pasos interrumpieron la quietud del silencio de aquel lugar, el eco de cada paso se repite en cada rincón. A los costados, estantes más grandes del tamaño de cualquier ser humano, lleno de libros de distintos colores y grosor. Extensas mesas de madera de color caoba en el centro de la sala y bancas de madera del mismo tono. Lámparas de lágrimas se distribuyen por todo el cielo de aquel lugar, dándole un ambiente de nostalgia y elegancia, tal como si se tratara del viejo salón de baile de una familia aristócrata de siglos anteriores. Al fondo, sobre unos estantes, archivadores con hojas enormes, amarillentas y plastificadas de viejos periódicos. En la entrada el escritorio de atención de los bibliotecarios, en el cual un piso de madera los hace parecer más alto de lo que son, en realidad, detrás de estos, un estante de libros, de aquellos recién entregados por los visitantes. Y ventanales que empiezan desde la altura del cielo, largas, estrechas, cubiertas por gruesas cortinas.
—¿Cuántos bibliotecarios trabajan aquí? —preguntó Valentina mientras avanza admirada por la biblioteca.
—Desde mañana solo tú y yo —respondió Ágata sin mirarla con sequedad.
—¿Qué? Por el tamaño de esta biblioteca, dos personas no darán abasto... —se volteó sorprendida y preocupada. Olvidándose del sentimiento del asombro que aquel lugar había despertado en ella hasta ahora.
—Dos personas es suficiente para estos tiempos, ya no tenemos tantas visitas como solíamos recibir, ya lo verás mañana —y aunque su voz se quebró al recordar lo olvidada que es en la actualidad, Santa Margarita intentó mantener su actitud firme y dura—. Ahora menos palabrería y sígueme.
Se dirigieron al fondo del salón en donde unas grandes escaleras de mármol llevan al segundo piso. Escaleras suficientemente anchas para permitir que cinco personas subieran de la mano en forma paralela a la vez. En ambos lados pasamanos de madera tallados con finura recreando enredaderas de flores y hojas que se enroscaban en él hasta llegar al final en una curva enroscada.
Editado: 12.11.2024