Bedavenano, el renacer de las sombras

Capítulo 5: Las LLanuras Verdes.

—Mi señor —la voz provenía de una diminuta criatura oscura, con ojos brillantes y curiosos. El duende se desplazó silenciosamente hasta el trono—, el dragón ha despertado.

Una figura encapuchada ocupaba un trono que se alzaba en una sala vasta y lúgubre. Tallado en ébano oscuro y adornado con detalles intrincados que parecían serpentear como sombras.

Un par de orejas puntiagudas y violáceas asomaban desde el interior de la capa. Una voz oscura resonó por la sala e hizo estremecer al duende.

—Bien, es hora de comenzar a formar las tropas —declaró la figura encapuchada.

—Entendido, mi señor —musitó el duende, saliendo con paso rápido de la estancia.

Dentro de la capucha se vislumbraron unos colmillos, mostrando una sonrisa malévola. Connor se levantó del trono y se dirigió hacia las mazmorras.

Lucía se levantó de mala gana, recogió todas sus cosas guardándolas en su mochila morada, cogió el báculo y salió de la habitación. John, Pichí y Sylvia no habían salido todavía, así que se quedó esperando en el patio. En un rincón del patio había unos árboles marchitos; Lucía tuvo una idea.

John volvió a la habitación para despertar a Lucía y poder irse, pero ella no estaba allí; al salir la encontró en el patio, frente a los árboles marchitos. Estaba de espaldas a él, y el fauno se preguntó qué andaría haciendo. Apenas dio unos pasos cuando se dio cuenta, con horror, de lo que sostenía en las manos.

—¡Idril, no lo hagas! —gritó, echando a correr hacia ella.

Pero ella no lo oyó. Volteó el báculo de Órien y el objeto se encendió. Un haz de luz salió disparado de la bola de cristal que remataba el báculo y fue a estrellarse contra los árboles, que estallaron en llamas.

John se detuvo un momento, perplejo. Lucía se volvió hacia él, con expresión culpable.

—¡Lo siento! No sabía que podía hacer eso —John no podía culparla, estaba empezando a practicar y él debería haber quitado aquellos árboles muertos mucho tiempo atrás.

—No pasa nada —Pichí y Sylvia salieron al patio y se quedaron viendo entre asombrados y aterrados las llamas de los árboles—. Tenemos que irnos ya.

Antes de irse, el señor Wilson conjuró un pequeño hechizo de agua agitando sus alas y apagó el fuego, salvando lo poco que quedaba de aquellos árboles.

John y Sylvia iban cargados con macutos llenos de víveres. Al salir del cuartel, el dragón les recibió en la entrada. Lucía cayó entonces en la cuenta de que no sabía su nombre.

Resulta que se llamaba Eldrion, y se quedaría en las Montañas Azules. Al parecer, Lucía y Eldrion habían establecido una especie de conexión mental; cada vez que Lucía le llamase, él lo sabría y acudiría a donde quiera que ella estuviese. Lucía trató de preguntarle cómo había ocurrido eso, pero el dragón le respondió con evasivas.

Los cuatro compañeros, Pichí liderando el camino, se aventuraron más allá de las Montañas Azules, dejando atrás el cuartel en las alturas. Descendieron por un camino sinuoso que se internaba en un pequeño bosquecillo. La luz del sol filtrándose a través de las hojas creaba un mosaico de sombras y destellos en el suelo, mientras el suave murmullo del viento acariciaba las hojas. El camino estaba adornado con flores silvestres de colores vivos y fragancia dulce.

John había olvidado las cirúpulas en el cuartel. Lucía pensó que ya tendría tiempo para probarlas.

Los dos faunos avanzaban tranquilos y a paso rápido, pero a Lucía le costaba seguir el ritmo que llevaban sus compañeros, sus piernas eran más cortas y se cansaban más rápido. Tenían que parar de vez en cuando para que Lucía descansase, pero poco a poco, la chica comenzó a poder seguir bien el ritmo.

Las mazmorras del Palacio Arcaico, sumidas en la más profunda oscuridad, dan paso al dueño del palacio. Las paredes de piedra estaban cubiertas con hiedras retorcidas y parches de musgo. Las celdas de hierro forjado estaban alineadas en un patrón aparentemente caótico a lo largo de pasillos estrechos. Murmullos y respiraciones entrecortadas provenían de las distintas celdas. Pequeñas antorchas iluminaban los pasillos, por los que al pasar Connor, se ensombrecen. El elfo nocturno paró frente a una celda más alejada que el resto y miró con malicia al interior.

El camino empezaba a ser devorado por capas de escarcha. El paisaje fue cambiando hasta convertirse en una inmensa explanada de nieve. Lo más sorprendente de aquel páramo es que no hacía frío, ni un poco, al contrario, Lucía estaba comenzando a sentir calor.

—¿Es normal que esté empezando a tener calor? —preguntó Lucía un rato después, quitándose la chaqueta y atándosela a la cintura.

—Bueno, técnicamente es un desierto… —dijo John.

Pero a medida que avanzaban, el calor se iba haciendo cada vez más sofocante. Los tres avanzaban con paso pesado, llenos de sudor. El pájaro estaba apoyado en el hombro de John, por lo que no andaba ni volaba, pero también parecía estar pasándolo mal. El agua que llevaban en cantimploras se acabó más rápido de lo que esperaban.

—¿¡Cómo puede hacer tantísimo calor?! ¡Todo es nieve y hielo! ¡No tiene sentido! —se quejó la niña.

—Estos son los desiertos helados… —dijo John a media voz, jadeante—. Pero de helados no tienen nada.

Después de un par de horas, divisaron al fin unas estructuras de nieve altísimas. John no bromeaba cuando decía que medían doscientos metros los edificios de los... ¿Fernis? Eso es lo que había dicho John.

De repente, emergiendo del horizonte, aparecieron varias criaturas de aspecto medio humano, medio animal, convirtiendo el peculiar desierto en un escenario aún más surrealista. Mientras se acercaban, las criaturas, llamadas Fernis, con sus características cabezas de perro y torsos humanos montados sobre dos fuertes patas de caballo, parecían haber percibido su presencia y se dirigían hacia ellos en un gesto amistoso. Aquellas criaturas se movían con elegancia sobre sus dos fuertes patas de caballo, que dejaban huellas profundas en la nieve y la arena mezcladas. No parecían afectadas por el horrible calor.




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