Los preparativos ya estaban listos para partir al alba. Lucía se despertó sobresaltada en su cabaña: había vuelto a tener aquel sueño con el ave de fuego. Estaba acostumbrada a tenerlos, pero no con tanta frecuencia; normalmente pasaban días, incluso semanas o meses, antes de que volviera a repetirse. Tal vez, al estar en Bedavenano, el sueño era más intenso… o tal vez…
Sacudió la cabeza; era absurdo. Solo era un sueño extraño, como los de John. Los sueños no podían hablarle, ¿verdad?
Salió de su cabaña todavía un poco confusa y se apoyó en la balaustrada del camino que conectaba las viviendas. Desde que había llegado a Bedavenano había obtenido varias respuestas a sus dudas, pero también un centenar de preguntas más que nadie parecía dispuesto a responder.
Escuchó entonces un ruido y bajó la mirada hacia los árboles de enfrente. Distinguió la figura de Tresh, sentado entre las raíces. Él no parecía haberse percatado de la presencia de la muchacha. Parecía preocupado por algo, pero ella no se atrevía a acercarse. Tresh le resultaba un chico un tanto extraño e intrigante. En el fondo, no sabía mucho de él: la manera en que se habían conocido fue extraña, y la excusa que había usado le pareció poco creíble; Lucía supo casi de inmediato que mentía, pero optó por callar.
No sabía si podía confiar en él. No parecía alguien que fuera a traicionarlos, pero John había confiado en Draven y aquello terminó mal. Desde la distancia, Tresh le resultaba desconcertante; sin embargo, cuando estaba cerca, todas sus dudas parecían desvanecerse, y sentía que podía confiar en él más que en nadie, pese a que fuera un Mindar. Le recordaba mucho a alguien, pero debía de ser imaginación suya.
Al verlo moverse, se pegó a la pared para que no la viera. Pero él, absorto en sus pensamientos —que justamente giraban en torno a Lucía—, no la advirtió. Aquella chica del continente sin magia era un misterio y, al mismo tiempo, tan fácil de leer…
Había algo en ella, algo enigmático: aquella luz en sus ojos verdes. Sabía que no era el único que la veía, y deducía que guardaba relación con la parte de la profecía que pocos conocían y que nadie parecía querer revelar. Entendía que no quisieran contársela a todos, pero le desconcertaba que siguieran ocultándosela a Lucía. Si la profecía la involucraba, deberían revelársela cuanto antes. De todos modos, ya habían decidido lo contrario y él no podía entrometerse.
Cuando las luces del alba empezaron a iluminar el Bosque de los Unicornios, los cinco miembros de la resistencia avanzaban a lomos de los Zefiritos. Lucía y John no habían vuelto a hablar desde el día anterior y cabalgaban lejos el uno del otro. Pichí lideraba la marcha volando, haciendo de vez en cuando alguna pirueta en el viento.
Tresh se acercó a John cuando se detuvieron frente a un arroyo para dejar que los Zefiritos pastaran un poco.
—¿Le vais a contar la profecía? Entiendo que a mí no me la contéis, pero, por lo que he oído, a ella le incumbe mucho; debería saberla.
John suspiró y se esforzó por dejar la mente en blanco, por si al mindar se le ocurría husmear en sus recuerdos.
—La profecía habla de una antigua criatura brillante que renacerá y vencerá a las sombras, pero no es seguro que sea ella. Sé que tú también percibes el brillo en sus ojos, pero eso no lo explica todo. Hasta que estemos seguros, no debemos contarle nada; solo le generará más dudas.
—Lo entiendo. No le diré nada, si eso quieres, pero no esperaría a abandonar Odifwes para contárselo.
—Lo sabemos; se lo contaremos en la torre. Hasta entonces…
—Soy una tumba —sonrió el chico de ojos plateados y volvió junto a su montura.
—¿Qué le has contado? —preguntó Sylvia, que se había acercado a su hermano cuando Tresh se hubo alejado lo suficiente.
—No mucho, solo lo necesario para que no le diga nada a Lucía.
La ovina ladeó la cabeza, disconforme. No apoyaba la idea de mantener a Lucía al margen, pero no podía hacer nada al respecto. Aunque era la hermana mayor, la decisión no había sido solo de John; también Pichí, Gaeyal y Adir opinaban que todavía no debían revelarlo.
—Siento no tener mucha comida —se disculpó John al ver a Lucía comiendo un pequeño bocadillo mientras dibujaba tranquilamente en su cuaderno—. Nos dejamos las cirúpulas en las montañas.
—No pasa nada, tranquilo. Aunque me habría gustado probarlas.
—¿Qué dibujas? —preguntó el ovino, sentándose a su lado.
—A los ciervos.
—Zefiritos —corrigió John.
—Eso.
—¿Cómo que “una parte perdida” de la profecía?
Connor apretó los puños en los brazos de su trono oscuro y se inclinó hacia la pequeña sombra espía. Sus dos ojos blancos relucían como faroles en medio de aquella masa de oscuridad cambiante.
«Es lo que escuché decir al fauno», respondió la sombra telepáticamente; al ser un ser neblinoso, carecía de cuerdas vocales.
—¿No has escuchado nada más?
«Nada sobre la profecía, pero se dirigen a Odifwes».
—Bueno, eso es otra cosa… —murmuró Connor. Luego sonrió con frialdad—. Vuelve a Likash y averigua qué contiene esa parte que desconocemos. Podría poner en peligro nuestro imperio. Retén a todos los que no quieran colaborar.
La sombra se disipó, y un aroma embriagador inundó la sala.
—No te alteres tanto; no tardarán en abandonar Aweys, y lo sabes —susurró una voz aterciopelada junto a su oído, haciéndolo estremecer—. Se han alejado demasiado de sus refugios.
La mujer se desvaneció, dejando su perfume floral suspendido en el aire.
A mediodía divisaron los primeros árboles de Aweys. Lucía tenía un mal presentimiento respecto al bosque y la torre, y, a medida que avanzaban, aquella sensación crecía. Cuanto más se acercaban, más notaba que algo se removía en su interior, como si intentara alertarla. Convenció al grupo de acampar aquella noche a las afueras del bosque y continuar el viaje por la mañana, para no viajar de noche. Así que improvisaron un campamento bajo un gran árbol de raíces gruesas que sobresalían de la tierra.
Extendieron las mantas que traían para hacer el lugar más cómodo y ataron a los Zefiritos al tronco. John y Sylvia fueron a rellenar sus odres en el arroyo, mientras Lucía acomodaba el campamento. Tresh se tumbó sobre una raíz, igual que en el sauce llorón de John, y se quedó mirando el cielo. Ya estaba atardeciendo. Deseaba volver a la torre y ver a Zephyr, su mentor. Aunque todos los Mindar poseían habilidades telepáticas, Zephyr había visto algo especial en él, capacidades más fuertes que las del resto, y por eso lo había acogido.
—¿En qué piensas? —preguntó Lucía al verlo con la mirada perdida.
—En nada importante; en que volveré a ver a mi maestro.
—Yo estoy un poco nerviosa —admitió Lucía.
—¿Por qué?
—Todo el mundo cuenta conmigo para algo que ni siquiera sé qué es. No quiero defraudar a nadie, pero ni siquiera sé a qué me enfrento. No sé si puedo sola.
Tresh la miró con empatía, aunque sabía que no podía contarle nada sin el permiso de John.
—No estás sola. Nos tienes a nosotros —respondió, y tras un momento añadió—. Me tienes a mí.