Observaba por la ventana ese paisaje que ya se había vuelto monótono y aburrido un par de horas atrás. Sin embargo, no tenía otra cosa que hacer, ahí, dentro de ese vehículo. Hablar con Cristóbal era inútil, por otro lado, tampoco lo deseaba. Hacía mucho tiempo que la relación se rompió, ya no quedaba más que decir. Al principio eso dolió mucho, pero a esas alturas ya se había acostumbrado a vivir así.
Las últimas semanas, en especial, se convirtieron en una pesadilla. Recordaba cada momento mientras perdía la vista en el exterior: el desastre en aquella tienda en parte causado por ella, las acusaciones de Mayra. De solo evocarla se le revolvía el estómago. Las circunstancias la estaban obligando nuevamente a no ser dueña de su destino, a pesar de cumplir los veintidós años hacía poco, y lograr concluir una carrera que no le gustaba en lo absoluto, pero a la que accedió entrar presa de las presiones de Cristóbal y chantajes de esa mujer.
La música de fondo la hacía caer aún más hondo en sus pensamientos. La vida que le deparaba no sonaba en lo absoluto atractiva, al contrario. Aun así, no podía ser peor de la que ya era.
Varias veces escuchó decir que el mejor amigo de su hermano, dueño de aquel sitio al que se dirigían, se convirtió en un hombre amargado y duro después de la muerte de su esposa. Lo recordaba bastante de su niñez y vagamente en la boda de Cristóbal. Sin embargo, eso no le decía nada sobre él. Por otro lado, ese día fue, después de la muerte de sus padres, uno de los peores de su vida.
El nudo en el estómago de aquel momento regresó de pronto. Volteó hacia Cristóbal sintiendo pena y coraje. Si no fuera tan ciego todo en ese momento sería muy diferente y ella no tendría constantemente esas ganas de gritar para que alguien la escuchara, para que a alguien le importara.
—Ni se te ocurra mirarme así, tú sola te metiste en todo esto. —Andrea volcó los ojos harta de oír siempre lo mismo. El tono de Cristóbal le dejaba ver que hablaba en serio. Llevaban más de dos semanas sin poder comunicarse educadamente. Todo era gritos y reclamos por parte de los dos. Lo cierto era que alcanzaba a ver el lado positivo de la situación: no estaría más en aquella casa, ni tendría que aguantarlos por un año y cuando el plazo terminara, haría su vida en otra parte lejos, muy lejos de ese par.
Una hora después se desviaban de la carretera central para tomar una pequeña brecha. Al parecer el lugar de verdad estaba en el fin del mundo. La hacienda quedaba a unas cinco horas de la capital de Veracruz, donde aterrizaron un día antes, por la noche, en un vuelo privado. No obstante, Cristóbal decidió no ir hasta allá por aire, ya que Mayra no tenía interés de acompañarlos hasta ese sitio tan aislado, y decidió instalarse en la comodidad de un hotel mientras aguardaba a que él regresara. Así eran las cosas… con ella siempre se hacía lo que deseaba.
Intentó perderse de nuevo en el camino. Por lo que había escuchado a lo largo de su infancia, en ese lugar al que se dirigían se cosechaba café y caña de azúcar, que surtía a casi todo el país y el extranjero, por lo que su ubicación era clave, así que el lugar debía ser templado y contar con todas las condiciones para que su enorme producción fuera de la más alta calidad.
Recordaba que Cristóbal solía pasar muchas vacaciones ahí y que ella, incluso, fue algunas veces con sus padres, pero de eso ya hacía mucho tiempo. Los padres de Matías y los suyos mantuvieron una entrañable amistad, por lo que la relación siempre fue muy fuerte entre ellos. Ahora sus progenitores residían en Europa. Desde allá se manejaba la industrialización del producto y él decidió quedarse al mando de la producción, enterrándose en ese lugar tan apartado de todo.
Después de una hora por fin llegaron a lo que al parecer era la entrada de ese lugar. Una reja enorme e imponente, custodiada por varios hombres que iban armados, se levantaba frente a ellos. Cristóbal bajó el vidrio una vez que detuvo la camioneta que le proporcionaron en Córdoba, cerciorándose a su vez que quienes lo seguían hicieran lo mismo.
Uno de los guardias de aquel paraje se acercó tranquilamente.
—Buenos días, soy Cristóbal Garza, tu patrón me espera.
—Por supuesto, señor, solamente debo pedirle una identificación. —Su hermano sacó de la billetera lo que le pedían y la mostró.
—Bienvenido, señor Garza, adelante.
—Gracias, ellos vienen conmigo —señaló al otro auto. Los hombres asintieron abriendo el gigante portón permitiéndoles el ingreso, no sin antes observar con discreta curiosidad a Andrea.
El camino continuó por quince minutos más. La joven miraba todo con notoria indiferencia. Kilómetros y kilómetros de sembradíos, hombres a caballo por doquier. Comprendió que estaría completamente aislada del mundo. Ahí el tiempo parecía haberse detenido, todo era naturaleza, verdor, animales…
Recargó la cabeza en el respaldo cerrando los ojos. Un año, solo un año, pensaba una y otra vez, sintiéndose vacía y sin vida. Era eso o tener antecedentes penales por estar involucrada en aquella… situación. No podía arriesgarse, si eso sucedía no podría rehacer su vida en otro sitio lejos de todo y por sus propios medios. Esa era la única ocasión que agradeció tener dinero ya que gracias a eso todo se solucionó de la mejor manera.
Por primera vez en casi diez años Mayra, Cristóbal y Andrea estuvieron de acuerdo, solo que por motivos muy diferentes. Para ella era una oportunidad de comenzar de nuevo, mientras para Mayra era la ruina ante la sociedad por la que luchaba tanto para pertenecer, por la que había hecho tantas atrocidades y que si eso sucedía, sus planes se vendrían abajo en un segundo. Y para su hermano representaba poner en entredicho la buena imagen del enorme conglomerado que sus padres les heredaron al morir, al cual Andrea achacaba toda su infelicidad y detestaba con fervor.